En el año 2004 un primo me invitó a un seminario de liderazgo personal, era bastante costoso y duraba cuatro días, igual acepté, quería conocer gente. El supuesto curso consistía en sesiones de algo que, según pude averiguar después, se llama Coaching Ontológico. No estuvo tan mal como lo sugiere el nombre, conocí a varios amigos, la pasé bien y me convidaron café. No me convertí en líder ni mucho menos, tampoco observé cambios estructurales en mi vida, pero fue una actividad diferente, tuve la sensación de mirarme en un espejo y horrorizarme del ser en que me había convertido. Una experiencia similar me provocó la lectura de El Director de Gustavo Ferreyra.
Me cuesta pensar en este libro como novela, creo que es mucho más que eso, en sus páginas podemos encontrar partes del diario de un director de escuela, segmentos de una novela escrita por él y una serie de textos crípticos de carácter oníricos. Pero se trata de fragmentos sin un orden específico, como si alguien hubiese tomado una pila de papeles y la hubiese barajado. Como en El ruido y la furia de Faulkner uno puede distinguir a qué conjunto pertenece cada texto por la tipografía que difiere de uno a otro.
La columna vertebral del libro es el diario personal del protagonista, que evita la linealidad alterando el orden cronológico de los textos, empieza en 1982, va hasta 1995, vuelve a retroceder hasta los 70’, después hasta el 66’, después avanza de nuevo a los 90′ y así sucesivamente.
Los temas son muchísimos y de variado tenor, sería fastidioso enumerarlos, pero lo que más me llamó la atención es esa capacidad de Ferreyra para describir la corriente de pensamientos que pasa en un determinado momento por la conciencia de una persona. Su escritura tiene la capacidad de sumergirse en las profundidades de las obsesiones y las miserias que, a veces nos son comunes por ejemplo:
“¿Se puede tener la edad que tengo y estar todavía, como yo me siento, más o menos en el aire? Nunca me asiento ni cobro densidad, no llego a estar maduro realmente y ya tengo que jubilarme. Quizás esta sensación de inmadurez se deba a que no he tenido hijos, o quizás, más probablemente, a que no he hecho dinero en la vida.” (p. 394)
Si alguna vez se preguntaron cómo es en la intimidad ese quiosquero con el que charlan, o ese tipo que viaja enfrente de ustedes en el subte todos los días o ese primo de algún amigo que siempre se encuentran en un cumpleaños, quizás les guste este libro.
A través de las minuciosas descripciones de las circunstancias se van filtrando, en dosis variables, la historia argentina, y el personaje va definiendo su lugar (siempre cambiante) en el tejido social. En este sentido puede decirse que este libro habla de la historia de la clase media argentina (el tipo apoya al principio el golpe militar, después se ilusiona con la democracia, va a marchas, golpea cacerolas…), pero también habla de las ilusiones ingenuas y desmesuradas de un autor que publica su primera novela, habla de sexo y de amor, habla de neurosis, de miserias ocultas y de la condición humana. Hay un párrafo que quizás condensa el eje central de El Director:
“Un señor mayor, panzón, con camisa a cuadritos de manga corta, que sueña. Que vive con la vieja madre y es director de escuela. Y de todos modos escribió una novela sobre el incesto, que se perdió o le fue robada. Y que tiene esperanzas. ¿Cómo llegué a esto?” (p. 252)
Como en aquel curso de coaching, por momentos me vi reflejado en las páginas de El Director y me horrorizé, supongo que a muchos les habrá pasado lo mismo. Sin embargo leer este libro tiene dos ventajas: es más barato y el efecto dura mucho más que un seminario de liderazgo. Ferreyra es un gran escritor.
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