Crepúsculos

Atardecer
Un atardecer de diciembre en Mendoza, desde mi ventana

Desde que tengo uso de razón el atardecer es un momento del día complicadísimo para mi estado mental y emocional. Me refiero a esa hora indeterminada entre la culminación de la tarde y el comienzo de la noche, esa hora en la que el cielo sigue ostentando un color azul claro y sin embargo la oscuridad obliga a encender alguna luz, ese lapso durante el cuál no es de noche ni de día. Es un momento del día terrible, desgarrador, que me sumerge en una angustia insoportable . Siempre trato de llegar a esa hora acompañado o demasiado ocupado como para darme cuenta de lo que está ocurriendo, si es posible dentro de una habitación cerrada. Cuando era chico, a veces, íbamos los domingos por la tarde, con mis amigos del barrio al cine; yo sentía un alivio enorme cuando salíamos y ya era de noche. Nunca aguanté el atardecer, no estoy capacitado emocional ni intelectualmente para afrontarlo.
Siempre creí que se trataba de un fenómeno psicológico personal. No me costaba atribuirlo a algún episodio traumático de mi infancia, ya que mi infancia estuvo compuesta casi exclusivamente por episodios traumáticos. De hecho un par de veces traté de comentar la situación con algunas personas, como al pasar, y me dijeron que a ellas no les pasaba en absoluto mientras me miraban raro. También pensé que mi aversión por el crepúsculo tenía que ver con vivir en Mendoza y ver al sol esconderse tras las montaña, pero cuando me fui a vivir a Buenos Aires la sensación no sólo perduró si no que se exacerbó; el atardecer es un fenómeno muchísimo más doloroso en la llanura pampeana o en la ciudad pletórica de edificios que en la cordillera. De manera que catalogué la fobia como una más de las pertenecientes al frondoso inventario de mis T.O.C. personales sin explicación racional y seguí tratando de evitar esa hora de angustia.
Pero hace un par de años hablando con un compañero de trabajo en Buenos Aires, precisamente a esa hora terrible y me contó, sin que yo sacase el tema a colación, que él también sufría terribles angustias a esa hora. Tratamos en vano de encontrarle explicación al asunto y nos hicimos bastante amigos a partir de esa complicidad crepuscular, de hecho seguimos hablando muchísimo del tema aún hoy, a la distancia.
Un tiempo después de haber encontrado a alguien con quien compartir esa extraña manía encontré, al fin, una explicación bastante racional en un librito de ensayos de Houellebecq:

«De igual modo, cuando cae la luz del día, cuando los objetos pierden sus colores y sus contornos y se funden lentamente en un gris que poco a poco se vuelve más oscuro, el hombre se siente solo en el mundo. Esto es verdad desde sus primeros días sobre la tierra, desde antes de que fuera hombre; es mucho más antiguo que el lenguaje» (Michel Houellebecq, ‘El mundo como supermercado’)

Pero ni esta explicación, ni la certeza de compartir esta fobia con otra gente han logrado aplacar la angustia y el desconsuelo que sufro cada vez que un atardecer me agarra desprevenido. Por eso estoy convencido de que el infierno es un eterno crepúsculo.

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