Lecturas Siete Casas Vacías

En su «Tesis sobre el cuento» Ricardo Piglia reproduce un pequeño núcleo narrativo perteneciente a Chéjov: «Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida», ese embrión argumental, esa estructura, según Piglia, condensa la forma clásica del cuento. Hay dos historias, una conocida (el casino, el juego, el millillón) y otra desconocida (las razones del suicidio), la paradoja se produce al solapar ambas historias, la sorpresa, la inquietud, el efecto, surgen para el lector gracias al silencio sobre la historia desconocida. El talento del narrador para cifrar la historia desconocida en los intersticios de la conocida determinará la calidad del cuento. Pero básicamente esta fórmula, este procedimiento, esta mecánica narrativa es la que, de una u otra manera, está presente en los relatos que, caprichosamente, podríamos agrupar bajo la etiqueta de «cuento clásico». Después cada autor se apega o se aleja de la fórmula y la ejecuta a su manera, con su estilo y sus recursos. La aplicación de esta fórmula le ha valido a Samanta Schweblin numerosos premios, becas, ventas y reconocimientos desde su primer libro El Núcleo del Disturbio. Los relatos de Siete Casas vacías podrían considerarse la continuación de esta línea.

El libro está compuesto por seis relatos breves (los tres primeros y los tres últimos) que comparten entre sí la brevedad y el uso de la primera persona, y un relato más largo ubicado justo al medio del libro en donde la autora se permite, sin despegarse demasiado de su estilo sobrio y de su mecánica narrativa, expandir un poco los límites de su voz literaria.

Los relatos más cortos aprovechan al máximo la forma breve, el silencio, la elipsis y la inquietud que produce lo que no se narra pero se siente latir detrás de cada historia. Precisamente ahí reside la pericia de Schweblin, en saber qué contar, qué callar y cómo abrir pequeñas grietas por las que se puede vislumbrar que el motor del argumento es algo mucho más grande que permanece oculto para el lector. Los seis relatos, además del uso de la primera persona, se caracterizan por el laconismo, y la escasez de descripciones. El desarrollo incompleto de los personajes son parte esencial para que la fórmula funcione. El relato más largo, que vendría a ser el corazón del libro, se permite un desarrollo más sólido de los personajes, sus subjetividades y del universo que ellos habitan, pero comparte con los otros el estilo y la búsqueda narrativa que responde al mecanismo de construcción literaria al que se apega la autora.

Todos los relatos se desarrollan en el seno de alguna familia. Siempre hay algo que en la mayoría de los cuentos no se conoce, interno o externo que se transforma en el motor de la narración, pero siempre se exploran las relaciones familiares hacia adentro o hacia afuera. Schweblin tiene oficio para la brevedad, pero también para el uso formal del lenguaje apto para el cuento. Usa frases cortas y precisas, evita demorarse en descripciones, prescinde de metáforas y digresiones. Maneja muy bien un número limitado de recursos y los exprime al máximo, evita el riesgo y la experimentación. Eso le da resultados.

No hay, como se dijo, metáforas, ni figuras originales que puedan sorprender desde lo estético. Maneja muy bien un lenguaje llano, comunicacional, casi periodístico, no le interesa explorar su dimensión estética, de ahí la ausencia de riesgo artístico. Es eficaz en el uso de un número preciso de recursos, produce efectos a partir de la trama, no del lenguaje. Se trata de literatura efectista, lo cuál no tiene nada de malo, pero…

Hay que reconocer que Samanta Schweblin tiene talento para este tipo de literatura de efecto y oficio para manejar los tiempos, las tensiones y las elipsis. Se planta en el terreno que conoce, con el lenguaje que maneja y produce con ellos los mejores resultados posibles; hay un gran número de lectores que disfrutan con este tipo de literatura breve, personalmente de vez en cuando me gustan, pero admiro más a los artistas que arriesgan y experimentan, sobre todo con las posibilidades poéticas del lenguaje. Cuando quiero leer este tipo de relatos cortos agarro a Carver, a Cheever o a Cortázar, o por ahí a Chéjov, autores que ya demostraron que merecen la pena ser leídos.

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