Diario de un mal año (8)
31/07/2017 – Lunes
Amanece frío, despejado de nubes, pero con un sol apático que no sirve ni para entibiar. Se termina julio y mañana será el preámbulo de la cuenta regresiva para el final de 2017, al menos en mi representación subjetiva del tiempo funciona de esa manera, que sería una manera elegante de decir en agosto que el año está perdido.
Me escribe un amigo por whatsapp con comentarios sobre mi hipótesis de la calle San Juan congelada en el tiempo. Es uno de los pocos amigos que me dejó la universidad, cuando lo conocí él vivía solo en un diminuto departamento de la calle Perú, en uno de esos complejos primitivos que están enfrente del club Pacífico, su familia estaba en Buenos Aires y en nuestras conversaciones de la época de estudiantes, llenas de proyectos ingenuos y optimismo injustificado, daba la impresión de estar en Mendoza de paso, exactamente lo contrario de esos forasteros que vienen a estudiar y terminan construyendo sus vidas acá. Se casó con una mendocina, su hija, creo, todavía sigue viviendo acá, a pesar de eso siempre mantuvo cierta distancia, esa forma de mirar a Mendoza desde afuera siempre me generó respeto. Vivió en la provincia poco tiempo después de terminar la facultad, se fue a Buenos Aires y después a Europa, ahora vive en Madrid. Me cuenta que recientemente estuvo tres meses en Mombasa, Kenia por cuestiones laborales y que mis apreciaciones acerca de lo anacrónico de la calle San Juan le hicieron acordar a la ciudad africana. Mombasa fue una pujante ciudad portuaria hasta que Kenia se independizó de los ingleses, en 1962 trocaron libertad por progreso. Me cuenta que la mayoría de las construcciones son las mismas que dejó la colonia, las fachadas son iguales, un poco derruidas seguramente por el paso del tiempo, pero la ciudad de 2017 es sólo una prolongación envejecida, un reflejo borroso de aquella de 1962. Después me dice que él nota eso en ciertas zonas de Mendoza cada vez que viene, los mismos pozos, los mismos carteles, las mismas casas. Leyendo su mensaje se me ocurre que cuando los lugares carecen de esa nostalgia tanguera por lo que el progreso se llevó quiere decir que no ha habido progreso, sin nostalgia no hay progreso. Hay zonas de Mendoza que han cambiado totalmente en los últimos 20 años y otras que han quedado detenidas como ese tramo de calle San Juan. El límite de ambas zonas es la Avenida San Martín: hacia el oeste, hasta el parque, la ciudad cambia seguido su fisonomía; hacia el este, hasta el canal Cacique Guaymallén, está detenida, sin progreso, sin nostalgia, como Mombasa.
01/08/2017 – Martes
Mañana tranquila. Mi hijo hace la tarea de la escuela y lo vigilo a la distancia, fumando al lado de la ventana mientras se calienta el agua para el mate. Once de la mañana, demasiado temprano para perder las ganas, demasiado tarde para empezar alguna tarea nueva, me conformo con ordenar un poco y leer lo que puedo. Se me ocurre esa hora como metáfora de mi momento actual: 43 años, demasiado pronto para rendirse, demasiado tarde para algunas cosas, ese mantra optimista de que nunca es tarde es falso, por cuestiones de edad, de pudor y hasta biológicas, hay caminos que a determinada edad no pueden ser transitados.
La tarde se presenta más interesante, después de un almuerzo familiar improvisado en el centro, para festejar el cumpleaños de mi hermana, tomo un café por ahí y busco a mi hijo en la escuela para llevarlo al pediatra, demoro más esperando a que me atiendan que en la consulta propiamente dicha, de haber tenido que pagar me hubiese sentido sumamente estafado, por suerte lo reconoce la obra social.
Después voy hasta la librería Leviatán, me quedo charlando un rato con Terraza y el Tupac que está leyendo El Traductor de Salvador Benesdra, hablamos un rato de esa novela brutal y maravillosa, y me dan muchas ganas de leerla otra vez. Le compro Ana Karenina, libro que leí prestado hace tiempo y que no tengo. Hace unos años, en una charla de escritores en Eterna Cadencia, escuché que todas las novelas son, de una u otra manera, voluntaria o involuntariamente, variaciones de Ana Karenina de Tolstoi, del Quijote de Cervantes o de Jaques, el fatalista de Diderot, no sé si es tan así, más bien tengo la impresión de que la novela de Diderot es una variación de la de Cervantes, pero las otras dos sí, son algo así como novelas totales que contienen todas las posibilidades.
02/08/2017 – Miércoles
Desayuno con la noticia violenta que trae la boleta de electricidad, mucho, demasiado para nuestros escasos ingresos, cuatro veces más que el bimestre anterior, cinco veces más de lo que veníamos pagando en promedio desde que sacaron los subsidios. El primer impulso es quejarme del gobierno, sé que tengo argumentos para hacerlo, pero no sirve para nada, lo único que está en mis manos para salir de este ahogo financiero y emocional que ya lleva cinco años, es reducir gastos o aumentar ingresos, o sea: conseguir trabajo. La verdad es que ya no sé muy bien cómo ni en dónde buscarlo, hago lo que puedo, lo que se me ocurre; tengo un título universitario (que nadie sabe bien para qué sirve, pero no deja de ser un título universitario), manejo las computadoras mejor que la mayoría de las personas de mi generación, he trabajado en varios lugares (y nunca nadie se quejó), hice algunos cursos. He hecho caso a todos los tips para presentar currículum, me anoté en Linkedin y en una centena de sitios de empleo, lo único que he conseguido es un flujo voluminoso y constante de spam en mi casilla de correo. He mandado mails, he pedido, he hablado con gente, pero no hay caso, no tengo amigos ni familiares influyentes en una provincia en la que lo único que importa es eso. Probablemente estoy haciendo algo mal, no logro descubrir qué. Mientras tanto la luz hay que pagarla, tendré que dejar de comprar libros usados (para libros nuevos hace mucho que no me alcanza) y de tomar café en bares, volver a fumar armados, caminar más, hacer que la yerba dure dos termos, eliminar pequeños lujos…, achicarme, achicarme hasta extinguirme.
03/08/2017 – Jueves
El día transcurre lento y monótono, las horas se deslizan hacia una angustia previsible, inevitable, que llega hacia la noche. A veces me sorprendo buscando caminos como si todavía tuviese veinte años, dándole vueltas a lo mismo que hace quince, veinte, veinticinco años. Y al caer en la cuenta de que ya debería ser adulto, de que tengo un hijo y no me puedo dar ciertos lujos, me da miedo.
Con el tiempo, con el miedo, he ido perdiendo las ganas de muchas cosas, el entusiasmo y ciertas pasiones a las que me aferraba hasta hace algunos años. La política, por ejemplo, dejó de interesarme, miro los carteles en la calle, veo los spots publicitarios y los programas de TV llenando sus grillas con entrevistas a candidatos y todo ese montaje arbitrario me resulta execrable. Supe ser peronista, por origen y convicción, milité orgánicamente, aprendí a callar por lealtad, integré listas estudiantiles de agrupaciones peronistas, canté la marcha con la piel erizada…, fui un buen peronista, un buen compañero, pero creo que ya no lo soy. Sigo reivindicando los principios de justicia social, igualdad, dignidad de los asalariados, etc., pero a esta altura creo que son valores que nadie deja de reivindicar, ya no los milito, ya no los discuto, me limito a suscribirlos tibiamente, ya no me banco algunas cosas y estoy grande para elegir qué sapos tragarme y cuáles no. Ya no me interesa el presente del peronismo, me entero de él por lo que me cuenta Marcelo Padilla, me gusta su origen, rescato su tradición, simpatizo con sus símbolos, pero es un interés más folclórico que ideológico. Quizás lo único que conservo es mi desprecio por ese antiperonismo visceral, xenófobo e irracional (que dicho sea de paso aún ejercen algunos referentes políticos que integran, irónicamente, los distintos espacios filoperonistas), el resto me da igual, sus líderes no me interesan, sus argumentos no me convencen, sus discursos no me interpelan y en sus militantes ya no confío.
Pensándolo bien no se trata de un desencanto con el peronismo, en realidad ya no me interesa mucho nada que tenga que ver con lo colectivo, debería interesarme, lo sé, pero no me interesa. ¿El país? ¿LA PATRIA? No, tampoco me interesa, aprendí a prescindir del apego territorial hace mucho tiempo y ya no caigo en las trampas que encierran términos como el pueblo o la gente. Mi patria, hoy, es lo poco que supe conservar: mi hijo y mi esposa, mis padres y mi hermana, los cuatro o cinco amigos que me quedan, algunos ritos, determinados hábitos, mi cuerpo, muchos de mis libros, ciertos recuerdos, un puñado de experiencias que valoro, y algunas esperanzas ingenuas, nada más. Lo digo sinceramente: quisiera que no fuese así, quisiera recuperar cierto altruismo, ciertas utopías, pero no lo consigo. Quizás más adelante, quién sabe.
04/08/2017 – Viernes
Después de muchísimo tiempo vuelvo a entrar al Hospital Central, ese monstruo con un laberinto en sus entrañas. Acompaño a mi madre a una consulta, voy preparado para pelear con burócratas, para ir de un lado al otro llevando órdenes y terminar sentado toda la mañana en una sala de espera sórdida y destartalada. Sin embargo nada de eso ocurre, accedemos a los consultorios ubicados en un pasillo decente del segundo piso, un lugar del edificio que nunca había transitado, nos atienden rápido y muy bien, y nos vamos media hora después de haber entrado. Iba preparado para lo peor, pero claro, me olvidé que estaba en un hospital público y no en un banco privado. Este país es cada día más raro.
Por la tarde me junto a tomar un café con Alejandro Di Marzio, que llegó a Mendoza hace poco. Hablamos de lo difícil que es volver a instalarse en el lugar de origen después de una ausencia prolongada. Yo volví a Mendoza hace casi cuatro años y todavía no logro reinsertarme social ni laboralmente, y eso que nací acá, pero sigo sin entender ciertas lógicas de esta provincia. Supongo que a él, que viene de vivir más de 15 años en los países nórdicos, le pasará lo mismo con Argentina, quizás peor, por eso creo que es una buena elección haber venido acá y no a Buenos Aires, de donde es original. Después hablamos de libros, de gente y de Colonia Las Rosas en Tunuyán.
Releo lo que escribí ayer y antes de ayer, me parece espantoso, no me gusta, tiene algo de quejosos y autocompasivo, siento la tentación de borrar todo, pero la resisto, a veces (muchas) soy eso, hay días malos, peor que el patetismo es la corrección política.
05/08/2017 – Sábado
Salgo por la mañana a eso de las 11, vuelvo después de las 8 de la noche a casa. Entre medio camino mucho, voy parando en lugares puntuales y encontrándome con personas específicas, pero básicamente hago eso: camino mucho por esta ciudad que me resulta cada vez más extraña.
Primero paso a comprar tabaco para armar cigarrillos por el anacrónico pasaje San Martín, me encanta ese lugar, todo es de madera, todo es viejo, viejo pero bien mantenido, el negocio en el que mi abuelo compraba camisetas y calzoncillos sigue funcionando en el mismo lugar, el local en donde compro el tabaco para los cigarrillos es el mismo en el que mi padre compraba las pipas y los accesorios para limpiarlas. Compro un paquete de tabaco negro alemán que se llama Pepe, es mejor que el Parissienes y aunque no es de los más baratos, con los 30 gramos puedo armar el equivalente a 4 o 5 atados de 20, el ahorro es considerable.
De ahí me voy al club Gimnasia y Esgrima, en calle Gutiérrez, el único club social céntrico que queda, es hermoso, siempre quise ser socio de ese club, ir a nadar ahí y tomar café en esa cantina. Ahí me encuentro con Maxi Quinteros que me obsequia La Casa de Hojas de Mark Danilewski, un libro de culto, escrito en el 2000 pero traducido recién en 2013, una novela que quería leer desde hace mucho tiempo. No sé si es un libro experimental o vanguardista, no lo he leído, pero sé que desafía no sólo las convenciones narrativas y sus estructuras, sino también se aparta de la maquetación tradicional con variaciones constantes en la tipografía y en la disposición del texto sobre el papel, lo cual convierte a la obra en un artefacto desde el mismo soporte (vi el pdf y no se puede leer en formato digital, lo contrario ocurre con el libro en papel que seduce bastante). Más allá de todas esas cosas, todas las personas que conozco y que leyeron el libro lo recomiendan con énfasis. Esta novedad hace tambalear mi promesa de dedicarme sólo a relecturas. Creo que nuevamente quebraré mis propósitos, por suerte no son tan firmes.
Más tarde voy hasta la Alameda, ahí Gastón Moyano me da una recopilación de poesías de Ezequiel Martínez de Estrada, el género que le dio el primer Premio Nacional de Literatura en 1933 (luego, en 1937, se lo darían de nuevo por los ensayos de Radiografía de la Pampa). El volumen que me da Moyano contiene los 5 libros que escribió hasta 1929 y una obra de títeres en verso, es de editorial Argos y fue publicado en 1947, la edición dice que es una tirada especial de 50 ejemplares numerados, sin embargo no encuentro esa numeración, pero lo importante, es decir los poemas, están.
Después de un rato conversando con algunos amigos, remonto en subida la Avenida Las Heras hasta Belgrano, y de ahí camino hasta la Plazoleta Ponce, en donde hay una especie de reunión de artistas plásticos a la que mi esposa ha asistido. Llego jadeante al declinar la luz de la tarde, descanso un rato en un banco mientras hojeo el libro de Martínez de Estrada, después me pongo a conversar con algunos pintores que están en la reunión y terminamos hablando con alguien de algunos cuentos específicos de Mujica Láinez. Se hace de noche y volvemos caminando por calle Colón en bajada.
Ya en casa leo por Twitter una referencia errónea en la que tratan de ministro a un secretario del gobierno provincial, un burócrata menor bastante intrascendente con una gestión anodina y apellido de jugador de fútbol, mando un twitt irónico e hiperbólico poniendo en duda su gestión, su capacidad y su grado de alfabetización, pero después me arrepiento y lo borro, el tipo no me hizo nada.
06/08/2017 – Domingo
Me despierto a las 6:30 de la mañana, me vuelvo a dormir y sueño que vamos al Hospital Central con mi madre, una escena parecida a la del viernes por la mañana con una leve variación: entramos montados a caballo y empezamos a subir las escaleras, de algún lado sale una chica vestida de azul y nos dice que no se puede andar a caballo por el segundo piso, pero mi madre no la oye y sigue su camino ascendente, yo la sigo, después nos atiende un médico pelado y antipático, nos hace firmar papeles y nosotros lo hacemos sin bajar nunca de nuestros caballos, a mí me sigue preocupando que la mujer de azul nos haya seguido y no dejo de mirar hacia atrás, pero al parecer nadie más se ha percatado de que estamos montados a caballo en un hospital público. Después me encuentro con un compañero de la facultad, los caballos desaparecen y el sueño prosigue con un argumento más realista que ahora no recuerdo. A las 9:00 me vuelvo a despertar y ya no puedo volver a dormir pero me quedo un rato en la cama, buscando sin éxito alguna explicación psicológica a esos caballos.
Por la tarde me pongo a leer poemas al azar del libro que me regaló Moyano. No recuerdo haber leído antes poemas de Martínez de Estrada, sin embargo tuvo una producción importante en ese género. A veces encuentro ecos de Hernández, pero más que nada me remiten todo el tiempo al modernismo de Lugones, aunque son poemas más modestos y mucho menos barrocos. La relación me lleva a recordar un poema que me gusta mucho, precisamente de Gastón Moyano:
“(…)
Soy su hijo póstumo
Lugones
Tengo su violencia
Su torsión sus crudos
Pensamientos
Tengo sus ruidos
de animal
Los trago
Los digiero
Los cago
(…)”
El largo poema al que pertenecen estos versos se llama Un hijo póstumo de Lugones, está en el libro Pico de Oro (Babeuf, 2015), vuelvo a él bastante seguido.
Ezequiel Martínez de Estrada, otro deudor de Leopoldo Lugones, pero al fin de cuentas ¿quién no le debe algo a Lugones en la literatura argentina?
Qué cosa terrible los atardeceres dominicales, qué tristes son.