Diario de un mal año (38)

Diario de un mal año (38)

26/02/2018 – Lunes

De a poco se van desatando algunos nudos burocráticos, y me va quedando tiempo para mí. La hora de la verdad: ¿Qué hacer con mi vida después de solucionar la de los demás? Por lo pronto trato de volver a interesarme por eso que vulgarmente llamamos “la realidad”. La coyuntura nacional sigue como cuando dejé de interesarme por ella, es decir cada día un poco peor. El gobierno ha habilitado en el cotolengo parlamentario un debate que le resulta incómodo: la legalización del aborto. Evidentemente se trata de una maniobra política para dividir aguas por otro lado y que se deje de hablar de economía y de gestión. Cuando todos suponíamos que estos genios de la gestión iban a tener problemas políticos y no de manejo de la economía, resultó ser al revés. Políticamente los subestimamos, creímos que eran ingenuos y que Durán Barba era un imbécil, pero terminaron siendo una maquinita de acumular poder y dar vuelta expectativas. Mientras tanto ni siquiera logran poner en marcha políticas económicas basadas en su propia ideología, hacen agua en lo que se jactaban de saber. Nada nuevo bajo el sol de febrero.
Después de dejar a mi hijo con la madre, me junto con Terraza a charlar un rato, como en el centro no hay bares a donde se pueda ir, decidimos venir a mi casa, compramos jamón, pan, una cerveza, y nos sentamos en el jardín a charlar un rato bajo un cielo que lentamente se va poblando de nubes grises. Después me pongo a buscar qué leer. Hay cuatro libros que quiero releer este año, si se puede uno atrás del otro: Las Varonesas de Carlos Catania, El desierto y su semilla de Jorge Barón Biza, Pretérito Perfecto de Hugo Foguet, y El Traductor de Salvador Benesdra, todas son relecturas. Me siento en el living con los cuatro libros y leo las primeras tres páginas de cada uno. Como no me decido por ninguno, termino guardando los cuatro en un estante y vuelvo a donde siempre: fragmentos al azar de Viaje al fin de la Noche. ¿Qué sería de nosotros sin Céline?

27/02/2018 – Martes

La mañana húmeda y el aire frío de febrero. Las calles periféricas sucias y despobladas. El ajetreo del centro de esta pequeña ciudad. Las paredes descascaradas de una oficina pública. La espera irremediable y el peso de las horas. El café cargado en calle Rivadavia. La tristeza medrosa de los oficinistas. La entrada por Falucho al barrio extemporáneo. Los estantes vacíos y libros en el piso. La risa afable de mi madre, la alegría ingenua de mi hijo. El sórdido realismo de Céline, la potencia demoledora de Nietzsche, el humor reconfortante de Mark Twain. El autoengaño de estudiar lo nuevo buscando consolidar la cárcel de las convicciones viejas. La arrogancia infundada del periodismo. El narcisismo autocomplaciente de las redes sociales. La muerte de Menéndez y la obligación estúpida de expresarse al respecto. La pose progresista sobreactuada y el desapego mal disimulado de la derecha. Selfies estúpidas sobre Pedro Vargas. Cantitos en la cancha como única esperanza. Un amor que nunca fue, que no será. Fotos de un casamiento en Bangkok. Los ojos negros de S. persiguiéndome en la noche. La calidez seductora de N. en una esquina de Las Heras una noche de verano (hace casi 20 años). Olor a paraísos. Recuerdos en la noche. Netflix y TV. La belleza del sueño de mi hijo. Los días que pasan sin pena ni gloria. La flamante soledad y nada que decir.

28/02/2018 – Miércoles

El día se pasó rápido, no hice gran cosa, nada digno de ser recordado, nada que valga el esfuerzo de registrar. El dolor me sacó de una rutina monótona y en menos de dos meses me está metiendo en otra a pesar de mi resistencia. No hay que resistirse a esas cosas, pero hay que tratar de que los nuevos hábitos sirvan para algo antes de entregarse al automatismo imbécil de la vida moderna. Fuimos al banco a avisar que mi padre ha muerto, devolvimos la tarjeta de crédito y nos enteramos de que todo lo pendiente es un pagadios que cubre el seguro, no tenemos que pagar nada, ni siquiera lo que tiene cuotas pendientes. O sea que si antes de entrar al banco hubiésemos pasado a comprar, por ejemplo, un TV Led y una computadora en 18 cuotas con interés usurario y todo, no lo tendríamos que haber pagado. Creí haber entendido mal, entonces le pregunté al empleado del banco si efectivamente era así, me lo confirmó, le pedí que me devolviese la tarjeta un ratito y que a cambio le traía un teléfono, se rió, pero no dudó, me dijo que por él no había problema, pero que lo estaban filmando. Es para cortarse los huevos, alguien tendría que asesorar a la gente sobre esas cosas. Bah, supongo que la mayoría las sabe. Después comimos en Fancesco, el restaurante del Auromóvil Club, los platos han aumentado como un 15% desde la última vez pero sigue teniendo buena relación precio/calidad.
Dediqué la siesta a seguir ordenando la biblioteca, encontré varios libros que se me habían perdido, por ejemplo La mujer del zorrito de Violette Leduc, una novelita hermosa, desgarradora, conmovedora, pobre Violette, quedó a la sombra de su amiga Simone de Beauvoir, pero escribía diez veces mejor, una sola página de Leduc vale más que todo los libros de la esposa de Sartre. Con La Bastarda ganó el célebre premio Goncourt en 1964, pero aún así la olvidaron, ni el superficial fervor feminista de los últimos tiempos ha servido para rescatarla.
Guillermo Belcore me sugirió darle un orden geográfico al raid de novelas rescatadas que pretendo emprender: Buenos Aires con Benesdra, Santa Fe con Catania y Tucumán con Foguet. Ir hacia el norte. Le hice caso, pero como leí hace relativamente poco El Traductor, reemplacé a Benesdra con Barón Biza, Córdoba por Buenos Aires. Paralelamente leo por novena vez el Viaje al fin de la noche. Buena combinación Céline – Barón Biza – Nietzsche, cuentos Gandolfo y Twain para digerir. Hacía mucho tiempo que no leía varios libros a la vez, no me animaba, pero ahora me siento capaz de hacerlo otra vez, es más, tengo ganas de hacerlo así. Aflojé un poco con la TV y las series y recuperé tiempo de lectura, también ha renacido cierta avidez que no sentía desde hace un par de años, supongo que es la necesidad de refugiarme en algún lado y no enfrentar la incertidumbre incómoda que invadió mi vida, pero bueno, prefiero los libros a los trámites.

01/03/2018 – Jueves

Busco a mi hijo, pasamos a ver unas lámparas y después nos vamos a tomar un café con mi amigo Guille. Me cuenta de algunos inconvenientes administrativos que obstruyen un poco su trabajo, nada que no pase en una pyme cuyo volumen de negocios crezca más rápido que su estructura, en todo caso no es malo, tarde o temprano se soluciona, peor es cuando empiezan a sobrar administrativos, lo sé por experiencia. Después caminamos por San Martín hasta Morón, hay sol, el calor se llevó puesto el anticipo otoñal que trajo la lluvia. Mirando hacia el oeste las sombras se proyectan alargadas sobre el piso. En la esquina de San Juan me encuentro con el Gustavo, mi ex-vecino, un abogado sanrafaelino que se vino a la ciudad hace unos años y le va bien. Me dice que no quiere volver a San Rafael. Curioso, el Guille vive en San Rafael y dice que ni mamado vuelve a Mendoza, cada uno encuentra su lugar en el mundo, se adapta y se arraiga. Yo no, yo no encontré un lugar en donde quedarme, Mendoza me expulsó una vez, de Buenos Aires huí, volví aquí y aspiro a no quedarme para siempre, el tiempo dirá, seguiré huyendo de mí mismo, tampoco tengo a dónde ir. Llego a casa justo cuando empieza el discurso del Presidente, una locura, habla de crecimiento invisible, de cosas que funcionan, de gente que lo apoya. Habla, como lo hacía Cristina, de un país que no existe o que sólo existe en su imaginación. Después se enojan cuando la gente dice que son todos iguales. Al mediodía vamos al registro civil a buscar papeles, acá nomás, en calle Brasil. Cruzamos el canal Cacique Guaymallén, un canal que atraviesa de sur a norte una ciudad que se jacta precisamente de su falta de río, del dudoso mérito que significa edificar una civilización en un desierto con poca agua. Hay una historia que alguna vez leí sobre el canal que hace las veces de río, una falla natural que ya los aborígenes utilizaban para transportar agua hacia ciertos cultivos. Ahí está el canal, nuestro río de utilería en la ciudad sin río, llevando agua marrón hacia el norte, quién sabe para regar qué. Cada vez que lo veo así de caudaloso me acuerdo de Taglia y su Río Imaginario.
Paso la tarde leyendo a Céline, cuando uno empieza el Viaje al fin de la noche es difícil parar, el ritmo infernal empuja la lectura hacia adelante. Es la octava o novena vez que leo este libro, hay subrayados superpuestos, trato de ir lento, jugando a anticiparme con la memoria pero me resulta imposible, este tipo de libros son siempre nuevos. La última vez que lo leí fue en Buenos Aires en 2012, en bares y en el subte más que nada, de ahí proceden los subrayados y las notas ilegibles en lápiz. Hay otras notas, otros subrayados, de otras lecturas que se me han borrado, me resultan ajenas. Recuerdo, sí, la primera vez que lo leí: fines de los 90’, robándole tiempo al estudio de alguna materia menor. Aquella vez recuerdo haber pensado que esa novela de ese francés loco contenía y superaba América de Kafka y El corazón de las tinieblas de Conrad. Lo sigo pensando, por eso la considero la mejor novela del siglo XX.

02/03/2018 – Viernes

Los cuatro libros que me he propuesto leer en las próximas semanas son lo que en la jerga del mundo editorial llamamos rescates. El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza fue publicado en 1998 en Simurg, Eterna Cadencia lo reeditó en 2013. Las Varonesas de Carlos Catania salió en 1978 por Seix Barral y, lo volvió a publicar Las Cuarenta en 2015 gracias a las lecturas de Guillermo Belcore y Matías Raia. El Traductor, de Salvador Benesdra fue editado por De la flor en 1996 y después de transformarse en un mito que a veces aparecía en las bateas de Parque Rivadavia, volvió a salir por Eterna Cadencia en 2013. La novela de Hugo Foguet, Pretérito Perfecto, la menos célebre de las cuatro, pero tal vez la más ambiciosa, había salido por la extinta Legasa Literaria en 1983 y la rescató Eduvim en 2016. Todos fueron, en algún momento, inhallables, tesoros literarios, mitos construidos a partir del comentario de los pocos elegidos que los habían leído. Pero además son novelas monstruosas, ambiciosas, novelas que no pasan inadvertidas para ningún lector, obras que merecen ser releídas. Libros de una calidad que muy pocos autores argentinos vivos están en condiciones de alcanzar. Empiezo, como dije con Barón Biza, siempre y cuando Céline me deje.
Llevo a mi hijo al centro, caminamos por Avenida San Martín que está cortada desde Morón hacia el norte, vaya saber hasta dónde, porque a la noche está la localmente célebre Vía Blanca de las Reinas, un desfile de carros con las candidatas a reina provincial de la vendimia. En la calle negocios cerrados, muchos policías y varios carros a medio armar. En algunas veredas están las reinas, con sus ridículos disfraces monacales, maquilladas, bien peinadas y todas transpiradas, pobres, por el calor. Dejo atrás la avenida del circo y voy hasta Leviatán, las calles adyacentes están abarrotadas de autos y colectivos fuera de recorrido. En la librería tomamos un par de cervezas con Grasso y el Tupac, más tarde llega Bandes, charlamos un rato de algunos proyectos, de algunos libros y de política nacional. Tras cerrar la librería, huimos por San Juan hacia el sur del clima vendimial. Me separo del grupo en Morón y vuelvo a Dorrego. Al entrar al barrio por Falucho el olor a asado me abre el apetito, identifico en una terraza sobre la esquina de Falucho y Joaquín V. González la procedencia del seductor aroma que impregna dos o tres manzanas, los envidio un poco, parecen estar pasándola bien. Paso por un almacén chico y anacrónico, mal iluminado pero bien surtido a comprar fiambre, pan casero y cerveza para cenar, algo es algo.

03/03/2018 – Sábado

Me levanto tarde, como a las 11, a esa hora está claro que será un día agobiante de sol y calor, ya estoy re podrido del verano, prefiero los días grises y lluviosos, febrero ha sido terrible. Es el fin de semana de Vendimia, la fiesta que alguna vez sirvió para festejar la cosecha y el trabajo de los más pobres y con los años se fue convirtiendo en el único evento turístico de la provincia, glamoroso, patriarcal y frívolo, que los trabajadores miran por TV y disfrutan los que no laburaron jamás en una viña. Además del espectáculo central en el anfiteatro Frank Romero Day, hay muchos eventos relacionados: una carrera de caballos, dos desfiles, un concurso de belleza anacrónico y misógino, el famoso almuerzo de las fuerzas vivas (un conjunto de burócratas y empresarios de la prebenda, los “vivos” de siempre, de ahí el nombre) y la Vendimia Solidaria organizada por el verdadero patrón de esta provincia, el jefe de los gobernantes. Esta fiesta superficial, frívola y conservadora es la que se lleva todo el presupuesto oficial de cultura, por eso se queman los museos, por eso la feria del libro provincial es apenas una kermese ridícula, por eso tardan un año en pagar los premios literarios, por eso la editorial de la provincia edita un libro cada 5 años y no lo distribuye, porque acá cultura es turismo, vino y espectáculo, nada más.
Si bien tenía pensado ir hasta la alameda un rato por la tarde, el calor me hace desistir y me quedo todo el día en casa, leyendo y durmiendo, nada más. No tengo un buen día, me siento mal, veo el futuro negro y no hago más que autoflagelarme. Por la noche me llama el Tupac para ir a cenar, nos juntamos con él y Antich acá en Dorrego y caminamos hasta la esquina de Remedios de Escalada y Adolfo Calle, tomamos un par de cervezas carísimas y comemos papas fritas mientras charlamos, después vamos hasta Morón y San Martín, nos quedamos en el bar que está al lado del poder judicial que tiene la cerveza a mejor precio. Llega Moyano y se pone a charlar con Antich de literatura, de a ratos escucho, de a ratos me pierdo en mis propios pensamientos. Me agarra de nuevo la leve depresión que arrastré durante todo el día y había cedido un poco al anochecer. Vuelvo a casa en taxi como a las 12, me quedo leyendo un rato y después miro TV hasta las 4.

04/03/2018 – Domingo

Otro día de calor bochornoso, otro domingo intrascendente en este rincón insignificante del mundo. Desperté temprano, volví a dormir hasta las 11 de la mañana, me levanté y no había nadie en la casa, desayuné frugalmente en el jardín y me quedé leyendo tranquilo entre las plantas y los pájaros, postergando mi incorporación a una realidad que no me gusta. Ya lo dije: odio los domingos. Los odiaba antes y ahora más. Mi padre murió un domingo. Mi matrimonio terminó un domingo. Los domingos no pasa nada, y si algo pasa no puede ser bueno. En fin, exagero, ya sé. Paso la mañana leyendo El Desierto y su semilla de Jorge Baron Biza, lo leí prestado, hace unos años, en su edición original y ahora en la linda reedición de Eterna Cadencia. La vida de esa familia, de los Barón Biza, es de por sí una novela, al menos lo fue la historia de amor entre Raúl Barón Biza y Clotilde Sabattini (padres de Jorge BB), un matrimonio de 30 años que terminó el día en que Raúl, tras tirarle ácido en la cara a Clotilde, se pegó un tiro en la cabeza. El desierto y su semilla, de innegable corte autobiográfico, empieza precisamente en ese momento, cuando todo lo que hay para narrar ya ha sucedido. El protagonista acompaña a su madre en el auto que la lleva al hospital y la seguirá acompañando durante la reconstrucción de su rostro. «Comprendí que para mí había terminado la ilusión de las metáforas», afirma el narrador, y sin apelar a metáforas, a alegorías, ni a rodeos de ningún tipo hace una descripción minuciosa y cruda de las transformaciones que va sufriendo el rostro de su madre durante los primeros minutos posteriores al ataque. Y así continuará, sin metáforas, sin rodeos, sin eufemismos, narrando la imposible reconstrucción del rostro de su madre y de su propia vida. Se trata de una muy buena novela, monstruosa, cruda, ambiciosa y, sobre todo, bien escrita, porque es innegable que Jorge Barón Biza era un gran escritor, mejor que su padre Raúl.
Después de almuerzo paso a Céline, de Viaje al Fin de la Noche es imposible decir algo que no se haya dicho, y después de tantas lecturas a mí se me hace muy difícil decir algo nuevo. Pero me hace reír Céline, me hace pasarla bien, no es que me divierta, no es que me ría como de un chiste ocurrente, me hace reír amargamente, la risa que provoca Céline es una risa de amarga resignación ante la impotencia que produce que, 80 años después de ser escrito, el libro siga describiendo con tanta exactitud el chiquero inmundo en el que se revuelca ese gusano miserable que es el ser humano. El mismo chiquero, el mismo gusano.
Por la tarde busco a mi hijo, lo traigo a casa y, mientras él se queda en el patio jugando con sus primos, yo me pongo a boludear con los jueguitos de la computadora con uno de mis sobrinos. Después se hace de noche y, por suerte, termina el domingo.

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