Diario de un mal año (42)

Diario de un mal año (42)

26/03/2018 – Lunes

Nunca empecé con la novela de Dovlátov, no empecé a leer nada nuevo, sigo con los libros satélites que orbitaban alrededor de la lectura del de Baron Biza. Siempre tengo un libro núcleo (generalmente una novela) al que le dedico la mayor parte del tiempo que puedo destinar a la lectura (cada vez menos), y otros libros satélites (poesía, ensayos, relatos u otra novela generalmente ya leída) con los que matizo y diversifico ese tiempo. Pero esta vez no me preocupé por buscar otra lectura central, ya tengo demasiados satélites y voy a seguir así, sin comprometerme con nada, como con todo últimamente. Por la mañana leo, entonces, el libro de Žižek, casi nunca estoy muy de acuerdo con él, pero me divierte, me resulta ameno y me gusta que utilice referencias culturales pop y contemporáneas. En Bienvenidos al desierto de lo real hace referencia a Apocalypse Now Redux, la versión extendida de Apocalypse Now que Coppola presentó en 2001 y contiene unos 50 minutos más en escenas que no habían aparecido en el original. Nunca me preocupé en ver ese tipo de películas, me parece que eso de remasterizar y/o engordar películas viejas es un choreo que busca el beneficio en taquilla sin los costos de filmar una película nueva. Pero Žižek menciona justamente algunas de las escenas incorporadas a la versión Redux y me agarró curiosidad. Cuestión que pasé casi toda la siesta y parte de la tarde buscando la película online, pero no la encontré por ningún lado y terminé descargándola en torrent. El resto de la tarde la pasé metido en casa, volviendo de a poco al ostracismo tras un fin de semana con demasiado contacto social que no trajo aparejado ningún beneficio concreto. Intenté leer un poco más fuera de Žižek pero no pude concentrarme demasiado y además no tengo ganas, mejor no obligarme a cosas que no son obligatorias.
Ya por la noche, después de cenar, hago zapping y engancho a Sarlo entrevistada por Fantino. Es buena ensayista literaria Sarlo, también buena cronista, pero como analista política parece Mirtha Legrand con secundaria completa. Aburrido me pongo a buscar en internet fotos de Sarlo joven, sólo encuentro una en blanco y negro de ella sola y otra con colores setentosos en donde está acompañada de Saer, en ambos retratos Sarlo está igual que ahora pero con el cabello un poco menos cano, nada más. No hay fotos de Sarlo joven, ¿por qué? supongo que porque nació así, ya madura, como Sebrelli y Franco Macri.

27/03/2018 – Martes

Hoy cumple seis años mi hijo, seis años, no es mucho para mí, es toda la vida para él. Recuerdo el día que nació, fue un día de mucho trabajo porque se acercaba la Feria del Libro de Buenos Aires 2012, en lugar de tomar el subte e ir directo a casa caminé despacio por calle Corrientes, parando en algunas librerías de usados, llegué al Abasto y tomé un colectivo (el 180, si mal no recuerdo, en Corrientes y Jean Jaures) que me dejó en la puerta del hospital del quemado, llegué al departamento de noche y tuvimos que salir corriendo hasta la Suizo en Pueyrredón y Santa Fe (esquina paradójica en mi vida, pero por motivos que no detallaré aquí). Al día siguiente no abrimos la librería de La Crujía porque nadie podía hacerlo. Seis años de eso, pensándolo bien parecen 10 o 15, para mí también es mucho. Paso la mañana con él, lejos de Buenos Aires, en la provincia que enterró todos mis sueños y proyectos, en el lugar que elegí para que creciera más feliz él y nosotros, tal vez me equivoqué, al menos con nosotros. Saco dinero de mis ya muy escasos ahorros para comprarle una especie de estacionamiento en 3 niveles para autos de juguete. Paso la mañana armando la pequeña estructura primero y después jugando con él a los autitos. Es lo mejor del día, lo mejor en mucho tiempo, pienso que tengo que hacerlo más seguido. Siento culpa, mucha culpa por estos 6 años, culpa por no estar seguro de haber sido un buen padre, culpa por no poder darle más, culpa por no saber si podré ofrecerla algo a futuro, algo que le sirva, culpa por decisiones que no tomé yo pero que lo afectan. Supongo que eso es la paternidad: miedo y culpa para siempre. Igual creo que repetiría todo, me gusta mi hijo y la relación que tenemos, a pesar de todo es algo a lo que me aferro.
Por la tarde voy, como siempre, a Leviatán y me quedo toda la tarde charlando con el tupac y con Raúl Cuello que me recomienda algunos otros libros de Žižek y el Barthes por Barthes que acaba de sacar Eterna Cadencia, yo les recomiendo una gran novela de la que me estuve acordando últimamente: La Intemperie de Gabriela Massuh que originalmente editó Interzona pero ahora salió por Adriana Hidalgo. La recomiendo porque tengo muy buenos recuerdos de aquella lectura, eso nos dejan las lecturas: una vaga sensación de placer y admiración. Es una novela bellísima y conmovedora, eso lo sé, pero cuando lo pienso bien no recuerdo demasiado el argumento, sé que se trata de una novela autobiográfica, que se desarrolla durante la crisis del 2001 en Buenos Aires, pero recuerdo muy pocas escenas. Hago la nota mental para sacar el libro de la biblioteca y agregarlo a la pila de relecturas pendientes. Ya de noche, después de cerrar la librería, vamos a comer un pancho con el Tupac, que me muestra un pasadizo oculto para ir desde San Juan hasta Primitivo de la Reta a la altura de Amigorena, sin tener que ir hasta Garibaldi o volver hasta Alem, pequeños secretos de la ciudad que pocos aprovechan. Comemos pancho y coca en Garibaldi y Primitivo, después volvemos caminando por San Martín hasta Morón, yo doblo hacia el este, él hacia el oeste. Llego a casa, ceno y saco el libro de Massuh, lo hojeo, leo párrafos al azar y lo dejo en mi escritorio. Después lo de siempre: cena, TV y series. Un día más, un día menos.

28/03/2018 – Miércoles

Camino hacia el oeste por Adolfo Calle, desde el puente de la Costanera, a las 8.25 a.m. el solo ilumina una especie de túnel que las ramas todavía verdes de los árboles forman sobre Morón, al fondo la montaña un poco amarilla. Un panorama bello para los turistas y los mendocinos amantes de la cordillera, a mí el paisaje suele repugnarme un poco, no siempre, a veces, me hace acordar en dónde estoy. Preferiría a esa hora estar caminando por el túnel nauseabundo y mal iluminado que conecta la línea E con la línea D de subterráneos de Buenos Aires, pero esa nostalgia porteña cada vez es más esporádica y menos sólida. Como sea, no veo un valor estético en esa montaña que decora el horizonte de esta ciudad desde siempre, pero a la gente le encanta y cuando digo que me da igual si está o no, me dicen que soy mala onda. Camino hacia el centro pensando en todo eso, paro en la esquina de V. Zapata y San Juan y me siento en una vidriera para tomar un café con tortita que le compro a uno de esos cafeteros ambulantes que andan en bicicleta. Fumo y leo un rato ahí sentado Viaje al fin de la noche. La gente seria, de camisa y corbata que va a su trabajo, me mira con una mezcla de piedad y desprecio. Qué miran hijos de puta, si yo tuviese un trabajo fijo con obra social y aguinaldo como ustedes no tendría problema en acompañarlos en sus lentas y desdichadas caminatas de rutina al matadero, pero como no encuentro la manera de entrar al sistema laboral, me siento a leer en una vidriera mientras espero para ir a buscar a mi hijo. En fin, no me levanté con el mejor humor. El resto de la mañana, de la tarde y de la noche trascurre con la intrascendencia habitual, leo poco, como mucho, miro TV, viajo en colectivo, y apenas si cruzo mensajes breves y cortantes con otros seres vivientes por medio del teléfono celular.
Me bajé la serie The 100, una especie de Games of Thrones berreta pero con vetas futuristas. Vi las primeras 3 temporadas en Netflix hace un año más o menos y ahora encontré la 4°. En la primera temporada una nave espacial que flota en el espacio alberga a lo que queda de la humanidad tras un accidente nuclear que volvió el planeta inhabitable. Como ha pasado bastante tiempo (¿100? ¿200? ¿500 años?) se supone que la radioactividad ha desaparecido, entonces mandan a 100 adolescentes prisioneros a ver qué onda. Los jóvenes llegan y encuentran que ya hay vida en la tierra, seres humanos primitivos que ha construido sus pueblos alrededor de las ruinas de la civilización anterior. Tras unos cuantos incidentes que se llevan puesta toda la primera temporada, el resto de los habitantes de la nave aterriza en la tierra. Entonces empiezan a revelarse los clanes y los recién llegados forman uno que tiene mejores armas, más tecnología, pero menos experiencia. El resto de las temporadas es previsible: batallas, alianzas, malos entendidos e incidentes inverosímiles. En la 4° directamente nos hemos olvidado de que todo empieza con una nave espacial, lo único que queda son algunas tablets, unas cuantas computadoras y otras cosas electrónicas que nunca se sabe bien con qué tipo de energía funcionan. Como Merlí, buenas ideas desperdiciadas para ganar audiencia. Igual, a falta de algo mejor que hacer, me quedo hasta las 4 mirando algunos capítulos de la temporada que no vi.

29/03/2018 – Jueves

Otro día para el olvido, con poco o nada digno de ser registrado, es decir: un día al pedo. Jueves santo, mi hijo en casa. Planeo hacer muchas cosas y termino no haciendo nada. Me levanto tarde y leo un rato boludeces en internet. Por la tarde se caen primero un asado con amigos por la noche, y después una reunión por la tarde. Saco el auto, pongo nafta en la estación de Morón y Costanera y me voy con mi hijo a dar vueltas por ahí. Después me llega un mensaje de una amiga y en 5 minutos organizamos asado en casa por whatsapp. Compro chorizos, pollo, leña y vuelvo a mi casa a pasar la tarde ahí. Me siento en el jardín a leer un rato mientras mi hijo juega a patear una pelota contra una pared. Después nos aburrimos y empiezo a hacer un experimento: le doy un libro, le dicto una frase y lo filmo recomendando el ejemplar, subo todos los videos a Instagram. Después hago el fuego, llegan mis amigos y pongo la carne. Nos quedamos comiendo, chupando, charlando de fútbol y de gente hasta las tres de la mañana, lo que justifica todo el día.
Como dije: un día totalmente al pedo. Odio la semana santa. Supongo que todo esto no le interesa a nadie, mucho menos a mí, pero como dije en alguna otra oportunidad: el desafío es llegar a la semana 53 sin dejar de registrar por escrito ni un solo día. Hay días en los que no pasa nada y uno registra lo que puede, y hay días como el de hoy, tan, pero tan intrascendentes que hacen que el resto de la vida sea una especie de aventura re-loca.

30/03/2018 – Viernes

Otra vez el feriado expone toda la intrascendencia y la esterilidad de mis actividades cotidianas. Me levanto a esa hora de la mañana en que es demasiado tarde para empezar a hacer algo, y demasiado temprano para hacer el corte y almorzar. Como no se me ocurre nada mejor que hacer leo el libro de poesías reunidas de Houellebecq. Después de esa especie de manifiesto al que creo haberme referido antes titulado Sobrevivir, viene otro libro bastante largo llamado El sentido de la lucha, es un libro de poesías bastante híbrido en cuanto a las formas y el estilo, pero muy homogéneo en su temática. Hay una coherencia absoluta entre lo que el francés dice en aquella proclama poética de Sobrevivir y los poemas de este libro: escribe desde el sufrimiento, experimenta con todas las formas (desde pequeños poemas en prosa hasta sonetos que respetan perfectamente métrica y rima) y trata de golpear ahí en donde duele, de hablar de aquello que para muchos puede ser tabú. Hasta ahí bien, el gran problema (como con la mayoría de los libros de poesía) es la traducción, y no es que el libro esté mal traducido, eso no lo sé, sólo que el traductor debe elegir entre respetar el contenido o tratar de mantener las formas y, lógicamente, se decide por lo primero. Como todos los poemas están en ambos lenguajes pude, a pesar de no saber nada de francés, intuir por fonética que casi todas las rimas y las métricas se pierden al traducir los versos, quedan como verso libre, pero sin ritmo, como si fuesen girones de texto sueltos, rotos, piezas de distintos artefactos forzadas para entrar en un molde que no les corresponde. Es decir que hay que leerlo como si fuesen borradores, versos esbozados sin pulir. La cadencia y el ritmo, inevitablemente perdidos en español, forman parte del clima que rodea al poema, acompaña lo que se representa con los conceptos, al menos creo que en este caso es importante ese doble juego forma-contenido al que no podemos acceder si no sabemos francés. Queda el sentido, los argumentos, las representaciones, algunas que otras imágenes poéticas potentes. Quizás para un poeta resulte atractivo robarle cosas y reutilizarlas en otros textos, creo que en ese caso hay mucho para hacer ahí, es un libro que un buen poeta podría aprovechar bien para meterle la cuchara, como dice Moyano. Por lo demás Houellebecq habla de lo mismo que habla en sus novelas: de lo absurdas que resultan la civilización moderna y la raza humana cuando se las observa con un poquito de distancia, es el mismo Houellebecq de sus otros libros, provocador, nihilista, políticamente incorrecto, anti-sistema, pero aquí parece mucho más sincero, supongo que porque escribió estos poemas antes de transformarse en una diva de las letras. No me parece un libro genial, pero logra mantener mi interés y mi curiosidad durante el tiempo suficiente para pasar lo que resta de la mañana de manera más o menos entretenida. Al mediodía llevo a mi hijo a casa de su madre en auto y después me voy hasta el alto Dorrego a hacer mandados. Almuerzo un par de sánguches y me tiro a dormir una siesta.
Por la tarde paso a buscar al Tupac y nos vamos a lo de Terraza a charlar un rato de algunos proyectos en común, de libros, de los hijos y de la vida en general, pero más que nada de nuestros proyectos. Terraza se intoxicó comiendo huevos de pascua por lo que matizamos la conversación con un sobrio té de hierbas variadas. Después hurgamos un poco la biblioteca, tiene excelentes libros Terraza, sobre todo en la sección de poesía, cosas inconseguibles y/o inaccesibles para mí. Volvemos cuando la noche ya se ha materializado completamente, mientras remontamos Perú con rumbo sur intercambiamos anécdotas policiales, tranquiliza un poco saber que uno no es el único al que su padre tuvo que irlo a buscar a alguna comisaría más de una vez. Dejo al Tupac en Belgrano y Pueyrredón y doblo hacia el este rumbo a Dorrego. Después de cenar un poco de pollo que sobró del asado me quedo mirando los últimos capítulos de The 100, mueren muchos a causa de la radiación que se apodera nuevamente del planeta, la protagonista no porque resulta que se inyectó una sangre especial que le permite sobrevivir a ese tipo de apocalipsis radioactivos. Otros se encierran 5 años en un bunker bajo la tierra y un grupo se va al espacio en un pequeño cohete, también por 5 años. Ahí termina la temporada, cuando pasan los 5 años.

31/03/2018 – Sábado

Sábados de súper inacción. Como en los días precedentes todo plan de salir de la cueva se ve interrumpido por mi falta de motivación para andar por la calle. Mi madre, recién enviudada, saliendo de un largo tratamiento de quimioterapia y con más de 70 años, tiene más vida social y más proyecto de vida que yo y se va a un almuerzo al mediodía y después a alguna cosa religiosa por la tarde. Quedo solo en casa todo el día, en silencio, vagando por las habitaciones vacías sin saber bien qué hacer. Saco el auto en la mañana con la idea de ir por la tarde a algún lado, pero lo más lejos que llego es a Lamadrid y Acceso Este en donde compro cigarrillos y vuelvo. A la siesta un flete trae mi somier grande, después de tres meses durmiendo en la misma cama que usé entre los 7 y los 30 años, al fin podré descansar con comodidad y cierta dignidad. De todas maneras postergo para el lunes el cambio de camas porque después de descargar todo y acomodarlo no me quedan ganas de desarmar las dos camas chicas de mi habitación. Llevo provisoriamente el somier a la biblioteca de arriba y ordeno todo, despejo, en un rincón sin estantes, debajo de la ventana que da al techo acumulo lo que no sé dónde meter: cajas con libros de historia y sociología de mi padre, un turboventilador de los años 70’, una computadora Pentium I con monitor y todo, una vieja Olivetti con varias teclas menos, dos televisores viejos, cuadros rotos, una mesa ratona renga, una alfombra espantosa enrollada, una estufa eléctrica de los 80’…, escombros de lo que fue nuestra familia, restos de un proyecto de hogar perimido, símbolos de ilusiones y falso progreso, todo queda ahí, en el rincón bajo la ventana, negándose a desaparecer como todo lo demás.
Por la tarde veo películas. Empiezo con La Patota de 2015, de Santiago Mitre y Mariano Llinás, una especie de remake del film homónimo de Tinayre y Borrás de 1960, no sé cuánto se ajusta el guión al original porque no lo vi, y creo que no lo veré. En general suelen gustarme las películas de Mitre y las de Llinás, pero esta me aburrió bastante. Empieza bien, la primera escena, en la que discuten la protagonista (Dolorez Fonzi) con su padre (Oscar Martínez) parece interpelar al progresismo bobo de clase media encarnado en este caso por Martínez. Inclusive hasta el momento de la violación (porque el eje de la película es ese: una violación) la película parece cuestionar la ingenuidad progre de la reconciliación de clases en este país, pero después todo se diluye en lugares comunes, en estupideces artificiosas e inverosímiles y el personaje de Fonzi termina encarnando esa conciencia conciliatoria nacional que en realidad no existe (nada más reaccionario que un progresista con miedo). Estéticamente está bien, qué se yo, no sé demasiado de eso, pero hay una especie de estilo que identifica a Santiago Mitre y me gusta, pero la película me pareció pretenciosa, aburrida, previsible y demasiado políticamente correcta. Después veo Wyrmwood película australiana que me había recomendado Mario Japaz hace unos meses y que me volvió a recomendar el psicópata filo-zombi de la semana pasada. Se trata de unos tipos que vienen escapando del apocalipsis zombi como en todas las películas del género, pero en esta versión descubren que, durante el día, los cadáveres vivientes generan una especie de gas que sirve como combustible para los automóviles, en cambio de noche los organismos utilizan ese gas para caminar más rápido o correr. Los tipos construyen entonces un auto que funciona con un zombi alimentando el motor y se van a buscar a la hermana de uno de ellos. Por otro lado a esa chica (a la hermana que buscan los otros) la someten a una serie de experimentos que le permiten controlar mentalmente a los zombis. Al final se encuentran todos y hay mucha sangre y muerte. Todo muy bizarro, ya sé, pero más entretenida y menos pretenciosa que La Patota, me gustan esas cosas, qué le voy a hacer.

01/04/2018 – Domingo

Me levanto temprano, leo algunos sitios digitales interesantes: Op. Cit., Buenos Aires Poetry, el blog de traducciones de Ezequiel Zaidenwerg y un par de cosas más. Después paso a los diarios y encuentro una entrevista a Carlos Busqued en Infobae, la leo entera y me dan ganas de leer su nuevo libro Magnetizado, una especie de crónica-entrevista a un asesino serial, un non-fiction al estilo Truman Capote. Me gusta Busqued, tiene el estigma de haberse dado a conocer con una novela genial como Bajo este sol tremendo, y supongo que todos esperan algo que supere ese texto, que parece muy difícil de superar. Pero además de gustarme su libro me gusta como personaje, leía su blog desde muchos años antes de aquella novela de 2009 y cuando se hizo famoso empecé a seguir las entrevistas que le hacen, parece que sigue siendo el mismo tipo. En la entrevista, a pesar de tener como eje su nuevo libro, le hacen la inevitable pregunta por Bajo este sol tremendo y Busqued habla de cómo usó el malestar interno para escribirla, me hizo acordar al primer punto del manifiesto de Houlellebecq, cuando dice que las mejores obras son las que nacen de ese tipo de sufrimiento. Después le preguntan sobre la vida del escritor y habla de la desilusión que le causó respecto de lo que imaginaba: «La realidad es bastante más triste de lo que yo me imaginaba: no se gana guita, está lleno de inútiles ensuciando la actividad que vos respetás. De repente te das cuenta de que casi todo es una mentira.» En fin, la nota esa y la carta de Carson McCullers a Henry Miller que tradujeron los de Buenos Aires Poetry me alegraron la mañana.
Al mediodía busco a mi hijo y me voy a lo de mi hermana. Ahí lo de siempre: buena comida, buen vino, whisky, un rato de relax en el jardín mientras nos desentendemos de los chicos, y después los huevos de pascua como detalle extra. Todo muy relajado, muy epicúreo. A la tarde volvemos a casa y me pongo a mirar, en transmisión pirata de internet, por supuesto, el partido entre Boca y Talleres de Córdoba. Después ocurre lo inevitable: atardece. No por ser pascua el domingo deja de serlo, la vida se me ralentiza, su cruel e implacable disolución en la intrascendencia se manifiesta en toda su magnitud, sobre todo a esa hora terrible. Por la noche llueve bastante, mi hijo y mi madre se van a dormir, quedo solo en el comedor mirando un programa de fútbol y tomando café con restos de huevos de chocolate y cada tanto salgo a comprobar que el colchón del somier que dejé en el garaje no se moje. Reviso lo escrito aquí durante la semana, creo que no hay muchos indicios del profundo bache emocional y existencial por el que me vengo arrastrando, lo cual me parece bien porque esto a veces lo lee otra gente, pero quería dejar constancia de que fue una pésima semana. Ayer terminó el trimestre, el año está perdido.

 

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