Diario de un mal año (45)
16/04/2018 – Lunes
Mañana fría y gris, a tono con el desaliento que produce empezar otra semana de postergaciones y soledad, las brumas otoñales empiezan a instalarse en las mañanas mendocinas. Cuesta arrancar, cuesta despegarse de las sábanas. Arrastro desde hace algunos días una crisis de fe, o para ser más exactos: una crisis de no fe. En términos generales creo que califico como agnóstico, es decir que niego la capacidad del entendimiento humano para comprender lo absoluto y lo sobrenatural, por eso no me preocupo por el debate sobre la existencia o no de uno o más dioses. Nací en una familia católica, más practicante y religiosa que la media, me bautizaron, tomé la primera comunión, hice la confirmación y fui durante varios años de primaria a una escuela católica. Traté siempre de creer en algo, aún después de haber desertado de la religión familiar. Busqué y busqué, pero en toda mi experiencia vital no encontré un solo signo inequívoco de la existencia de un dios. Nunca tuve problemas con eso, hasta hace un tiempo me resultaba muy natural, pero desde hace unos días me gustaría creer que hay algo superior que condiciona nuestros destinos, necesito la comodidad de abandonarme a la voluntad de un ser omnipresente responsable por mi vida, y de paso echarle la culpa por todo lo que me pasa, atribuir los rebotes azarosos de la vida a decisiones ajenas, solucionar todo rezando, esperar que la magia actúe. Extraño esas épocas de la infancia, cuando podía endosarles la responsabilidad por mi destino a mis padres o, en última instancia, a dios, quisiera volver ahí, desentenderme de todo y confiar en la existencia de alguien que la tiene más clara. Porque, además, si existiera dios, también existiría el demonio, y si el demonio existiera podría venderle el alma y salir del paso.
Pasé gran parte del día obsesionado con esta idea, buscando evidencia empírica de la existencia de algo superior. Hacia la tarde me di por vencido y volví a mi habitual escepticismo. Terminé de ver la sexta temporada de Homeland. Terminé también con Céline y Arlt y me puse a leer poemas de Daniel Durand. Creo que voy a pasar un tiempo con poesías y relatos breves antes de agarrar otra novela. Al atardecer fui a cobrar el alquiler del departamento, del que me va a quedar poco y nada después de pagar todas las deudas contraídas durante marzo, y gasté un par de pesos en un Vat 69. Ya en casa me puse a buscar cosas para ver en internet y Grasso me mandó un link a Se acabó la épica, documental sobre Néstor Sánchez que quería ver hace tiempo. Empecé a mirarlo pero se me cortó internet a los 10 minutos, cuando volvió la conexión ya era tarde y lo dejé para mañana.
17/04/2018 – Martes
Por la calle desierta, a las 8 a.m., como aquel perro gimiente de aquella mañana en la puerta de Galerías Pacífico, camino un poco derrotado, perdido entre las ruinas de un sueño demasiado viejo. Escribir menos, decir más. Ir soltando las cosas, venderlas si se puede, si no dejarlas ir. Andar liviano por la vida, volverse un paria, un nómade. Estar dispuesto a morir para poder vivir. Clase de inglés: pronombres reflexivos. Título tentativo para el libro de poemas: Horóscopo en cuatro pasos. Otoño en el patio de atrás, el patio aún sin perro. El tono fraudulento de las malas traducciones decía Piglia. Diarios de Kafka, Kerouac y Piglia; novelas de Foguet, Dovlátov y Catania; poemas de Ungaretti, Giannuzzi y Durand; ensayos de Žižek y Barthes; cuentos de Cheever y Twain; con eso y cosas sueltas tiro hasta después del mundial. El pato rengo Cornejo y su soberbia injustificada, soberbia de mediocre, soberbia de petiso. Largo mediodía en Plaza Italia, la brisa fría amortigua los rayos del sol, ideal para sentarse a leer, así da gusto saltear el almuerzo. Me atrinchero en la molicie para no enfrentar el fracaso, eso no puede durar, estoy llegando al final de esta trayectoria ambigua y errante. La vida es, claro, una condena, pero desperdigadas en el camino hay oportunidades de salvación. Médicos normales y médicos con vocación pedagógica: los segundos pueden salvarse, a los otros ni la paz del sepulcro. San Lorenzo y 25 de Mayo, esquina sudoeste: café horrible, atención pésima, música mala, clientes despreciables, precios altos, evitar a toda costa ese bar. Gran metáfora de Tetaz: “Poné el dinero en donde ponés la boca”, teléfono Dujovne. Poe, Edgar Allan. Sánchez, Néstor. Céline, Louis Ferdinand. Soltar, eso, soltar, dejar de resistir, reorientar el deseo. Betina, poema de Marcel Padilla, me devolvió por un ratito la fe. El pelo de E., los ojos de N., la voz de C., las manos de G. Vat 69, chocolate amargo, tabaco negro, TV. Un martes más.
18/04/2018 – Miércoles
Después de leer lenta y atentamente el Viaje al fin de la noche, siempre quedo impregnado por varias semanas de la mirada nihilista, misántropa y escéptica de Céline. Salgo a la calle por la mañana y veo las caras de sueño, preocupación e indiferencia, las miro desde una distancia cínica, cada cual en su pequeño universo fétido de miserias, cada uno peleando su propia batalla de mierda contra los fantasmas mierdosos que nunca van a poder superar, todos torturados por el orgullo y la infinita codicia parasitaria mal disimulada. Sin saber bien qué hacer, sin saber bien qué desear, cómo desear. Bueno, no me hago el boludo, soy parte de la especie y me hago cargo, me sumo a ese desfile de estiércol viviente como uno más, por supuesto, sin mucho remordimiento, pero consciente del gran teatro que representamos. Los desprecio a todos (yo incluido, yo el primero), pero no puedo engañar a nadie, no es culpa de Céline, es este rencor con el mundo por el pozo de caca en el que estoy hundido hasta el cuello, por las humillaciones, las traiciones y las heridas de los últimos meses; me gustaría verlos a todos en el mismo pozo, sé que no es el mundo, se que no son las personas que me cruzo las que causaron esto, pero hacia alguien tengo que dirigir mi resentimiento y es mejor repartirlo entre los anónimos que concentrarlo en unas pocas personas con nombre y apellido. Camino por Morón y doblo por Rioja hacia el norte, adelante mío una chica hace el mismo camino, mira de reojo, apura el paso, cree que la estoy siguiendo, no la culpo, la paranoia está justificada desde hace un tiempo en cualquier ciudad de este país, y encima yo no me he afeitado. Busco a mi hijo, vuelvo por Morón hasta Dorrego, de a poco se me pasa el cinismo, de a poco vuelvo a mi propio mundo. Ya en casa hablo por teléfono con gente que insiste en que trabaje gratis, pongo excusas, no sé bien cómo decir que no a algunas cosas.
Dejo a mi hijo en el colegio y vuelvo caminando por Colón, me encuentro con un amigo, un ex dirigente universitario radical cercano a la versión provincial de Cambiemos, me cuenta que la estrategia de Cornejo al citarse con la senadora Fernández Sagasti fue bajarle el precio (aún más) al peronismo, al elegir como interlocutora a alguien identificada con La Cámpora, que en Mendoza tiene altísimos niveles de rechazo, piensa que puede meter una cuña en la oposición, creo que es un gran error, por ahí le sale el tiro por la culata. Ojalá, Cornejo es uno de los últimos representantes del fascismo que quedan en la democracia argentina, hay que darle batalla como sea y con quien sea.
Por la noche vi por cuarta o quinta vez Un Oso Rojo, de Caetano, gran película. Después tomé un trago y me fui a dormir temprano. Nada nuevo bajo el sol, tal vez la aceptación de que no estoy bien, que todavía no cicatrizan las heridas.
19/04/2018 – Jueves
Mañana tranquila y soleada. Aprovecho para sentarme en el patio a leer un rato Lengua de Salón, un libro inédito de Gastón Moyano que salió hace un tiempo completo en la extinta revista Panero y que me imprimí en papel el otro día. Hay algo en Moyano, un plus invisible, algo que escapa al aparato crítico tradicional. Hay poetas del lenguaje, poetas de las imágenes, poetas del sentido, poetas de la forma y seguramente muchos otros tipos de poetas, pero los que más me gustan son aquellos cuya voz deja ecos en la conciencia, me pasa con Lamborghini (Osvaldo), con Perlongher, con Zelarayán, con Giannuzzi, con ciertos textos de Borges o de Arturo Carrera, y con algunos más. Es algo oculto, no es necesariamente el ritmo, la métrica, el léxico predominante o la temática, es más bien una combinación que queda impregnada en los sentidos por un rato después de leerlo, una marca registrada casi invisible que permite distinguir al poeta de muchos otros. Las palabras que vienen a la mente inmediatamente después de haber leído un rato esos poemas, se organizan de una forma muy parecida a la de esos textos. Eso me pasa también con Moyano, creo que es uno de los únicos mendocinos contemporáneos que logra ese eco en la mente del lector y, sin dudas, el mejor de los poetas sub-40 locales.
Paso la tarde en la librería Leviatán, charlando con el Tupac y con Gastón O. Bandes de libros. Ahí está en un rincón Los Sorias de Laiseca, con 1344 páginas (edición de Simurg) se dice que es la novela más larga de toda la historia de la literatura argentina. Laiseca también escribió El jardín de las máquinas parlantes, de 792 páginas (edición de Gárgola), ¿qué otro autor argentino hay con novelas largas? Más aún: ¿Qué otra novela larga hay en la literatura argentina? Buscamos en la memoria, El Traductor de Benesdra es larga (672 páginas en la edición de Eterna Cadencia), algunas ediciones de Rayuela también rebasan las 600 páginas, un poco menos que Adán Buenosayres de Marechal. ¿Qué más? El Borges de Bioy, claro y la biografía de Osvaldo Lamborghini de Ricardo Strafface que sacó Mansalva, pero no son novelas. No, nada llega a las 1.000 páginas, nada se le acerca a Los Sorias, en Argentina no tenemos nada parecido a 2666 de Bolaño, a Contraluz de Pynchon, ni que hablar de los novelones de Tolstoi, Dostoievski o Cervantes, no, acá nadie pasa las 700 páginas (salvo Laiseca, claro), ¿es malo eso? no sé, pero tal vez tenga que ver con algo que siempre señala Guillermo Belcore sobre la falta de ambición literaria de los narradores argentinos. Se hace de noche y volvemos caminando por San Juan, hacemos una escala en Vicente Zapata para tomar algo y charlar un rato más. Charlamos sobre la dificultad que teníamos en Mendoza hace 15 o 20 años para conseguir los libros que queríamos leer, lo que Grasso alguna vez llamó las condiciones materiales del lector de provincias, hasta 2006 recuerdo cómo costaba conseguir algunos libros, después me fui a Buenos Aires, y cuando volví varios años después ya funcionaba bien Mercado Libre y había mucho digitalizado. Partimos cuando la calle se empieza a quedar desierta. Caminando por Morón recobro el nihilismo, el escepticismo y el asco, tal vez tenga que evitar estar solo, por lo menos durante un tiempo, la soledad me vuelve malo, triste, resentido, cuando estoy con otros me siento menos miserable.
20/04/2018 – Viernes
Me levanto mal, congestionado y dolorido, probablemente la gripe, que venía incubando desde hace un tiempo y que no me dejaba dormir bien, dejó de amenazar y apareció en toda su dimensión. Con dificultad camino, como todos los días, hacia el centro para buscar a mi hijo. De vuelta paso por OSEP a hacer un trámite que, por suerte se demora mucho menos de lo previsto. Me canso más de lo normal, tengo que respirar por la boca, los ojos me arden, pero llegamos a mi casa y, mientras el niño termina sus tareas escolares, consigo descansar un poco. A las 10 ya hace calor, desde hace días un pequeño verano se ha clavado en el medio de abril, una tregua en el avance inexorable de la bruma y el frío, días soleados, cálidos, ideales para andar por ahí como en primavera, para leer en las plazas o caminar sin rumbo por alguna zona de la ciudad, para quedarse con los amigos en las mesas de afuera de los bares tomando algo fresco por la noche. Pero esta gripe, o resfrío, o lo que sea, clausura esas oportunidades primaverales.
Voy a la escuela en el 101 a llevar al niño, llego temprano y me quedo en la plaza tomando agua mineral, no puedo leer mucho porque me duelen los ojos, todo el paisaje soleado y primaveral que podría ser estimulante se me antoja cruel y fantasmal tras el velo de la fiebre. Camino de vuelta por San Lorenzo, los oídos zumbantes, los ojos envidriados, las articulaciones dolientes, el sudor helado, la cabeza latiendo, la nariz taponeada, la lengua reseca y la garganta ardiendo. Atontado voy por la calle con mirada de fantasmal desconcierto, temiendo al futuro, extrañando el pasado, entregado, derrotado. Llego a casa, como puedo almuerzo algo, tomo un antigripal y me acuesto a esperar que haga efecto. Suena el teléfono a la siesta y me despierta en medio de sudores y pesadillas rojas, el identificador de llamadas me dice quién es, hoy no tengo ganas de comprar humo, hoy no tengo ganas de escuchar promesas, hoy no tengo ganas de que me propongan trabajar sin cobrar, no, decido no atender. Me tomo la fiebre y el viejo e infalible termómetro de mercurio marca 39,5°. Vuelvo a dormir, a transpirar y a soñar pesadillas. Me levanto un poco mejor, con menos temperatura, pero decaído, es como si la fiebre hubiese dejado cicatrices que toman la forma de una profunda tristeza, una desazón infinita que se suma al desaliento que vengo arrastrando desde hace semanas y, combinada con la debilidad física, me dejan tirado en un sillón el resto de la tarde. Como la cabeza y la vista ya me duelen menos, me pongo a leer. Un poco atontado todavía por la siesta y la fiebre, voy hasta la biblioteca, meto la mano, y sin pensar mucho agarro Ahora o nunca, el libro de poesía reunida de Zelarrayán, abro en cualquier parte y empiezo a leer un poema tras otro, lentamente masticando las palabras, digiriendo las imágenes, dejando que hagan lo suyo, y sigo así toda la tarde, sin parar hasta que los rayos del sol dejan de pegar en la ventana de mi ex dormitorio ahora convertido en mi escritorio. Cuando la enfermedad o el alcohol me suministran temporalmente esa mirada deforme del mundo, lo mejor para mí es leer poesía como la de Zelarayán, porque detrás de todo con ese lenguaje espeso van surgiendo formas que de otra manera no surgiría, se va creando un sentido nuevo, vedado para el ojo sano, formas singulares, monstruosas, extrañas, que en condiciones normales la subjetividad no logra conformar. Si voy a tener pesadillas, lo mejor es que las diseñe un buen poeta y no los fantasmas de mi subconsciente.
«Metido en bolsa de arpillera se sienten las patadas de los materos de amargos. Después, el gusto del sisal con que te cosen la boca, las orejas, los ojos y el culo, naturalmente.
El tordillo desensillado masca sus brotes agrios. Hay moscas sobre la bosta dulce y fresca. La roldana canta y canta mientras el balde sube y baja. Agüita de las palabras.»
(Fragmento de “Materia prima melancólica”, Ricardo Zelarayán, en “Ahora o nunca”, p.136)
Por la noche la fiebre vuelve a subir, intento seguir leyendo, pero ya no puedo y prendo la computadora. Trato de mirar una película iraní de Bahman Ghobadi que me recomendó el Tupac, pero no logro seguir mucho el hilo y pongo Nieve Negra, una película argentina bastante mala pero que admite distracciones, con Sbaraglia y Darín. Después tomo de nuevo el antifebril, un té con limón, y me acuesto temprano a sudar y soñar con lo que la fiebre traiga.
21/04/2018 – Sábado
Me levanto a las 11, descansado, menos dolorido y más lúcido, aunque la fiebre siempre deja su resaca de debilidad y desgano. Dedico la mañana a actualizar un proyecto en Excel y a estudiar un poco de inglés con el curso on-line que estoy siguiendo desde hace unas semanas. Creo que el curso no sirve de mucho para aprender a hablar mejor, pero seguirlo me obliga a ejercitar el idioma, hacerlo inconsciente al menos para el ojo, ya empiezo a notar una fluidez en la lectura que antes nunca había tenido. Esto me anima a encarar Patterson de Williams Carlos Williams en su idioma original con resultados relativamente aceptables, aunque la poesía en otro idioma siempre presenta un grado superior de dificultad. De todos modos es un comienzo, el siguiente paso es aprender a conversar, ahí se va a poner interesante, en la cancha se ven los pingos, dicen. Así transcurren lenta y plácidamente las horas matinales, frente a la pantalla de mi vieja computadora, entre números y letras, pero sin fiebre. Es algo.
Después de almorzar me pongo a ver por segunda vez Se acabó la épica, un documental en torno a la vida y obra de Néstor Sánchez, Grasso me pasó hace unos días el link y recién encuentro el tiempo y la paz para sentarme a mirarlo entero tranquilo. El documental no es malo, tampoco es gran cosa, pero tiene partes interesantes y está bien estructurado. Hay testimonios de su psiquiatra, de su hijo, de una ex pareja, de su hermano y de un par de traductores europeos que fueron amigos suyos. Cada uno se refiere a la época en que lo trató, todos terminan su relato abruptamente cuando Sánchez desaparece de repente de sus vidas, se les esfuma. Un tipo difícil según cuentan, un inconformista. El documental revela quizás al único escritor maldito argentino del siglo XX que no posaba de maldito provocando o montando su numerito extravagante, simplemente, creo, no podía con sí mismo. El único o el último, igual no son muchos. Cada uno de los testigos va relatando el tramo de la vida de Sánchez que le tocó vivir, me conmueve un poco el testimonio del hijo, pero más por razones personales que literarias. En la etapa de New York nadie sabe bien por dónde anduvo, qué hizo, es un gran hueco negro, no hay testimonios de esos años. Entonces el guionista, con muy buen criterio, rellena ese agujero con una voz en off leyendo fragmentos del Diario de Manhattan sobre imágenes características de la Gran Manzana, y esa es la mejor parte del documental. Cuando termino de verlo agarro su último libro, el único que publicó tras su resurrección (durante ese hueco neoyorkino sus amigos lo dieron por muerto, incluso le rindieron un homenaje), La Condición Efímera (1988), ahí está el Diario de Manhattan, la primera entrada del Lunes 5 de diciembre (no sé bien a qué año corresponde ese diario) termina con el siguiente párrafo: «Por ahora ningún propósito concreto, salvo que escribiré en permanencia, por primera vez, con la mano izquierda», algo que también le leí a Levrero en un pasaje de El Discurso Vacío. Según el escritor uruguayo este tipo de ejercicios arbitrarios lo hacían desviar parte de la atención de lo que escribía a la mecánica manual, con lo que se filtraban cuestiones inconscientes en el contenido del texto. Interesante, pero de todas maneras en Sánchez no creo que eso importe mucho. Uno de los que habla en el documental dice que los libros de Sánchez no son para cualquiera, que el lector de Sánchez debe merecerlo, debe ser paciente, estar dispuesto a pasar dos, tres, cuatro meses, un año, leyendo el mismo libro, solo así obtendrá la recompensa que esa experiencia de lectura le depara al final del camino. Estoy de acuerdo con ese argumento, todos los libros que valen la pena requieren tiempo, mucho más tiempo de lo que el lector promedio o devorador de libros está dispuesto a dedicarle. Y con los libros de Sánchez más que con otros. Y ahí vamos, otra vez a postergar el ingenuo proyecto de lecturas que me había auto impuesto, y a leer una vez más, lenta y atentamente al gran Néstor Sánchez, uno de los mejores de los nuestros, si no el mejor.
Todavía un poco maltrecho y afiebrado, paso la tarde solo en casa, yendo del comedor a al escritorio y de la habitación a la biblioteca, leyendo de a ratos, mirando fútbol en internet o escuchando música, hasta que la noche desaloja lo que queda de luz. Por la noche algo de TV y un par de whiskys para anestesiar el rencor y la pena, después temprano a la cama a leer un rato y tratar de dormir. Ya vendrán sábados mejores.
22/04/2018 – Domingo
Por la noche dejé abiertas las persianas de la habitación y me despierta la claridad de la mañana antes de lo que hubiese querido. Por la ventana veo pedazos de cielo muy azul entre las ramas del limonero viejo que, contra todo pronóstico, se volvió a cargar de limones. Pienso que va a ser un día caluroso como los últimos y agarro la bermuda. Quedan algunos rastros de la gripe y el resfrío, pero ya me siento casi normal. Me levanto y leo diarios en la tablet mientras desayuno. Tal como lo anticipé al gobernador de Mendoza le salió mal su estrategia de partir al peronismo aliándose circunstancialmente con una facción. Es decir: logró partir lo que ya se venía partiendo, no hay mérito en eso, pero fue a Buenos Aires y, al parecer, lo retaron bastante fuerte por haber hecho una alianza con el kirchnerismo, entonces tuvo que congelar la iniciativa para aumentar los miembros de la corte. Creo que perdió más de lo que ganó. ¿Qué más? Tarifas, inseguridad, inflación, nada nuevo, todo lo mismo, muy aburrido.
Por precaución, para no contagiarle la gripe, pasé dos días sin mi hijo, al mediodía me lo traen a casa y me doy cuenta de cuánto lo extrañé, de cuánto necesito tenerlo cerca. Nos vamos al patio a jugar a la pelota un rato, después el se pone a hacer cosas con la tierra y yo a leer un poco a Néstor Sánchez que es muchísimo más interesante que los diarios. Al parecer volvió a cambiar la sede de las reuniones dominicales y, como a las dos, cae mi hermana con toda su prole a almorzar con nosotros. Alargamos la sobremesa hasta las 5 y parto a la plaza con mi hijo y tres de mis siete sobrinos. Compramos golosinas, bebidas y acampamos en esa especie de tribuna que hay en el medio de la plaza. Los vigilo mientras ellos corren y hacen sus cosas. Me tomo una cerveza y fumo mientras me entretengo mirando a unos perros. Después me acerco a los niños y participo de sus juegos, entro en ese universo infantil en donde lo simple adquiere una complejidad extraordinaria y lo grave se relativiza. Vuelvo cuando se va el día y los fantasmas se despiertan. Baño a mi hijo en el entretiempo de Boca – Newells. Después cenamos empanadas y él se acuesta temprano. Lo miro largamente mientras duerme, siento lo mismo que siente cualquier padre ante la paz del sueño de sus hijos: miedo. Pero además me siento en deuda con él, siento culpa por algo que no hice, por una decisión que yo no tomé, por una traición de la que yo también fui víctima, espero poder darle algo antes de que sea demasiado tarde. Antes de tener que irme, antes de que las cosas no tengan remedio. Después salgo a la oscuridad del patio, fumo con los pies desnudos sobre el césped, se escuchan los grillos en el medio del silencio, un escape libre retumba en la avenida, a lo lejos un perro ladra; trato de que el rencor se vaya, de no torturarme más, de pasar la página de una vez por todas, para dejar de mirar hacia atrás.