Diario de un mal año (48)

Diario de un mal año (48)

«Ellos también son como yo, me digo.
Y así me defiendo de ellos.
Y así me defiendo de mí.»
(Antonio Porchia, «Voces»)

07/05/2018 – Lunes

Otra semana más empieza, la 48 de este diario. Estoy un poco cansado de escribir en este registro y de subir semanalmente todo al blog, todas las razones que tenía cuando empecé a hacerlo (en junio de 2017) ya no existen, las cosas que me interesaban en ese momento ya no me interesan, mi deseo pasaba por un lugar muy diferente, mis aspiraciones eran otras, mis perspectivas también, mi vida era otra, completamente distinta, creo que eso está claro, es lógico entonces que los estímulos que originaron esta práctica hayan desaparecido. Me gustaría volver a la vieja mecánica manual, fragmentaria, esporádica, con abruptos cambios de tono, con dibujitos, con entradas consistentes sólo en una o dos citas o fragmentos de ficción. Pero me propuse llegar a la semana 53 y ya sé cómo me siento cuando me relajo y abandono las cosas cerca del final, por una vez en la vida voy a terminar lo que empecé antes de encarar algo nuevo.
El 30 de enero del 48’ Kerouac anotó en su diario “… nuestro propósito después de todo es vivir y ser auténticos”, una sentencia que repiten miles de imbéciles todos los días, algo que puede aparecer en la portada de cualquier libro de superación personal o coronar cualquier reflexión trivial de Alejandra Stamateas. Sin embargo dicha por Kerouac se convierte en una frase poderosa, llena de significado, no porque la diga Kerouac, no por lo que significa Kerouac, si no por que el texto que precede a esa frase es excelente, muy lúcido, la lógica de la reflexión previa (algo en relación al lugar que él cree que ocupa en su grupo de amigos) es impecable. Escrita ahí, separada del texto original, se trata de una frase hecha, una ingenuidad, algo estúpido que repiten como mantra los apologistas de la autoayuda más superficial. Moraleja: no importa tanto cómo se escriba un concepto, si no el contexto en el que se escribe. “Ser auténticos”, significa mucho en los términos en que lo plantea Kerouac. En fin, el texto completo está en las páginas 99 y 100 de los diarios, edición de Editores Argentinos.
Mañana tranquila con mi hijo, viaje a la escuela, lecturas varias, pero sobre todo Kerouac. Por la tarde turno con la contactóloga y agradable sorpresa al verificar que mi miopía ha disminuido un poco. Después encuentro con unos amigos en Leviatán, café con Terraza, charla con el Tupac y vuelta a casa. Por la noche intercambio con Grasso por Facebook, hablamos sobre la propensión cada vez más fuerte a opinar sobre cualquier cosa que sucede, que se lee o que se ve. Una incontinencia opinatoria preocupante reforzada por el uso de redes sociales. En literatura uno lee un libro, opina, el otro opina sobre esa opinión, a su vez se responde sobre la opinión de la opinión, obviamente con otra opinión, y así hasta el infinito. Lúcido Grasso, me dice que hay que tener tiempo para leer todo eso y más para dedicarse a escribir opiniones sobre opiniones. ¿Cuándo leen? ¿Cuándo escriben esos opinantes (que muchas veces son “escritores”)? Todo a raíz de un link que le pasé que contenía una opinión sobre una opinión acerca de un libro de David Foster Wallace.
Salvo esas cosas (probablemente baladíes) no hay mucho para decir sobre mi experiencia concreta de hoy. Si del otro lado hay alguien leyendo, le propongo que agarre cualquier lunes de los últimos 10 de este registro y haga de cuenta que corresponde a este.

08/05/2018 – Martes

Mañana intensa, frenética. Salí temprano con mi madre con el propósito de liquidar todos los trámites y cuestiones de la obra social previos a la intervención quirúrgica. De nuevo desfilé por oficinas, clínicas, administraciones hospitalarias y hospitales propiamente dichos, como en los viejos tiempos (ahhh, noviembre y diciembre de 2017 ya son los viejos tiempos, tantas cosas han pasado… y a la vez tan poco). Primero fuimos a la sucursal de OSEP de calle Salta, a la oficina de oncología, tras una espera de 30 o 40 minutos conseguimos las autorizaciones para un estudio. De ahí nos trasladamos en taxi al Hospital Italiano, en donde necesitábamos confirmar quirófano y la firma de un auditor. Después al Hospital Español en donde, tras una poco feliz espera y una discusión grotesca con una señora algo mal educada, conseguimos el turno para el estudio que necesitábamos. Luego otra vez de regreso al centro para ir a OSEP, aunque esta vez a la filial de calle Vicente Zapata, allí otras fricciones con los administrativos de la salud de las que salimos airosos y, tras 45 minutos, conseguimos la autorización final y absoluta para el jueves. De todo esto, sin dudas lo peor es el Hospital Español, un lugar truculento y patético, un hospital privado con buena fama y una gran estructura pero con una burocracia tal y una tan mala atención que al lado suyo el hospital más humilde del sur del conurbano bonaerense parece una clínica de última generación, incomprensible. Entre las cosas que nos pidieron para el estudio figuraban dos diskettes 3-1/4 de esos que ya nadie usa y nadie fabrica. La señora me decía que la máquina de cámara gamma solo funciona con esos diskettes, pero que es de última generación. Conseguimos los diskettes en el buffet del hospital a $50 cada uno. Lo óptimo en Argentina es evitar el sistema de salud, pero ya que no queda otra que caer tarde o temprano en sus garras, hay que tomar las precauciones para eludir el grotesco y kafkiano Hospital Español de Mendoza. En fin, después de todo eso volvimos a casa y compramos comida hecha, leí un rato y me tiré vestido en la cama, pero no logré dormir a pesar del cansancio.
A la tarde fui a buscar a mi hijo y a señar los lentes de contacto. Después me quedé leyendo el libro de Noah Cicero titulado La Guerra Humana, son cuatro relatos no tan breves. El primero es sobre un post adolescente algo estúpido de Ohio que va de aquí para allá esperando que empiece el ataque de USA a Irak. Primero va a ver a su novia, después va a Denny’s a leer a Proust, después va con un amigo a un cabaret y finalmente se va a un karaoke y se emborracha. En el medio tiene diálogos con distintas personas, diálogos un poco imbéciles con gente no mucho más lúcida que él. Son frases cortas con palabras simples separadas por punto aparte, frases de pocas palabras, como martillazos, como el balbuceo de un idiota. Eso de los párrafos cortos es el recurso que a veces usan Chuck Palahniuk y Bret Easton Ellis entre otros, para enfatizar, cambiar el ritmo o darle un toque oral a su prosa, meter dos o tres frases cortas como latigazos entre dos párrafos normales, frases que podrían perfectamente pertenecer al mismo párrafo, todas separadas por punto aparte. En este primer relato Noah Cicero lleva al paroxismo ese recurso, lo deforma. Tanto los diálogos con otros personajes como sus monólogos interiores revelan cierto desencanto con la realidad, una marcada dificultad para comprender el mundo y una pobreza de lenguaje que, por gentileza, debemos atribuir al personaje y no al autor. Todo es superficial, todo es estúpido, pero hay algo ahí, un lugar al que otro tipo de textos literarios no llegan. Los pensamientos se van encadenando sin mucha conexión, se pasa de la guerra a la política y de la muerte al amor sin demasiada transición. Tal vez nuestros monólogos interiores sean más parecidos a los de Cicero que a los de Faulkner. Minimalismo. Laconismo. Fragmentación. No sé si estos textos son una basura o una genialidad que, por limitaciones personales, no alcanzo a percibir. El libro está traducido al argentino puro (vos en vez de , podés en vez de podemos, cosas así) en lugar de español ibérico, lo cual lo hace un poco mejor.
Por la noche me quedé largo rato leyendo con placer los diarios de Kerouac (más bien releyendo algunos pasajes) y tomando té en la cocina. También leí unos cuentos excelentes de Mark Twain. Y también estuve torturándome un rato con pensamientos acerca de mi propia vida mientras escuchaba música. ¿Terminará algún día esta solitaria caminata por el desierto de tinieblas?  Espero que sí, estoy un poco cansado de todo esto.

09/05/2018 – Miércoles

Despierto temprano con un leve y casi imperceptible abatimiento, una molestia tolerable en mi disposición de ánimo que, sin embargo, contrasta con la energía y la seguridad matinal de las últimas semanas. Desayuno rápido, parado enfrente de la mesada de la cocina mientras trato de recordar qué soñé, porque pienso que tal vez el inconsciente infiltró algo a través de un sueño que produce esta tenue irritación. Sigo tratando de traducir algunos poemas Emily Dickinson para comparar la traducción que haría yo con la de Delia Pasini, me ayudo con un diccionario. Sigo prefiriendo sacrificar ritmo con tal de conservar ciertas imágenes e ideas de los poemas, pero la traductora es ella, yo no; de todos modos es un buen ejercicio. La irritación crece, se convierte en una mezcla de angustia y mal humor. Le grito a mi hijo por una nimiedad, me arrepiento. Después trato mal a mi madre por otra minucia y también me arrepiento. No es un buen día, al menos no para tratar con gente. Llevo al niño a la escuela, mientras voy en el colectivo me calmo un poco y el enojo se aplaca, lentamente se transforma en una tristeza rancia, tenue y un tanto cómoda. Juego un rato con mi hijo en la plaza y después lo dejo en la escuela. Vuelvo caminando lentamente, arrastrando esa tristeza conocida, esa nostalgia por cosas que nunca viví. Tal vez esa comodidad con la tristeza sea la señal de que me estoy volviendo loco. Un loco no sabe que lo es, se cree cuerdo, no se da cuenta de que se ha vuelto chiflado. Pero la locura y la cordura pueden convivir bien hasta cierto punto. Quizás la cordura es una forma de locura, la forma más común de locura, la aceptada. Devaneos inútiles. Paja mental. Así, masturbando mis neuronas, se pasa la tarde. Voy al centro, hago diligencias, pago cuentas, paso a buscar un pantalón que dejé para que me arreglen, tomo un café leyendo a Kerouac, viajo en trole y llego a casa ya de noche, justo para ver el segundo tiempo de Gimnasia – Boca y detener un poco el vómito incesante de pensamientos imbéciles y palabras que saturan mi sentido desde el mediodía.
Por la noche hablo largamente con Antich por teléfono, hablamos de Kerouac, de Mansilla, de la novela que acaba de terminar él (Antich, no Mansilla), de mi vida, de su vida y de un proyecto editorial artesanal que está empezando. Estoy solo en casa hasta bien entrada la noche porque mi madre está haciéndose un estudio pre quirúrgico en el infame Hospital Español. Leo un el librito de Noah Cicero que sigue desconcertándome, con su levedad lingüística, su ingravidez literaria y su superficialidad logra expresar, cada tanto, ideas bastante singulares y lúcidas. Antes de dormir me demoro (demasiado) mirando un archivo fotográfico de Canal 11, no sé cómo llegué ahí.

10/05/2018 – Jueves

Me levanté a las 6 y me fui con mi hermana a llevar a mi madre al Hospital Italiano para que la intervengan quirúrgicamente. Salió todo bien, pero la dejaron internada hasta mañana viernes, con lo cual paso todo el día ahí. Otro día en un hospital. Otro más. En el último año recorrí casi todas las clínicas y hospitales de Mendoza (Central, Español, Santa Isabel, CGM,…), pasé días y noches enteras en la Uroclínica y en el Hospital del Carmen con mi padre, ahora el Italiano con mi madre. Eso en los últimos 6 meses. Si me voy hasta 2016 podría abarcar la Clínica de Cuyo en donde intervinieron a una persona por entonces muy cercana, si retrocedo hasta 2011/12 puedo computar muchísimas horas en el Hospital Anchorena y los casi 15 días que estuvo mi hijo en neonatología de la Clínica Suizo Argentina de Buenos Aires. Podría seguir así, en 2006 trabajé un año en una clínica de rehabilitación, 10 años antes la madre de otra persona cercana pasó 2 meses en el Lagomaggiore…, hay más, claro. Se ve que mi vida está ligada a esa burocracia cientificista que tanto desprecio. En fin, pasé casi todo el día deambulando por los pasillos blancos y asépticos del “mencionado nosocomio”. Voy de la habitación al patio, del patio al bar, del bar a la calle y de la calle a la habitación de nuevo. El día transcurre así, lentamente, esperando, sin mucho que hacer. Durante mis prolongadas incursiones al bar leo larga y placenteramente a Kerouac, sus diarios, en una parte habla de los atardeceres de domingo, de la quietud y la melancolía inevitables, pero él encuentra ahí una oscura y misteriosa belleza, ojalá yo pudiese. Cada tanto menciona sus lecturas: Dostoievski, Tolstoi, Stendhal, Thomas Wolfe, Mark Twain…, y yo leyendo las trivialidades de Noah Cicero… Una mención para el bar del Hospital Italiano, tranquilidad, buena luz para leer y un café excelente, ojalá hubiese cafés así en el centro de Mendoza.
Así transcurre el día, entre la tensión, el tedio y el olor a desinfectante. Vuelvo a casa entrada la noche para comer algo y dormir un poco. Otra vez solo en la casa, otra vez los fantasmas. En la mesa de luz, entre los cuentos de Twain y los relatos de Stevenson, un portarretratos azul con una imagen de mi hijo a los cuatro años. Hoy no lo vi y lo extraño bastante. En la foto todavía es identificable con el niño de 6 años que es hoy, en poco tiempo crecerá y empezará a diferenciarse de esa foto hasta hacer imposible el reconocimiento en ella. Supongo que para mí siempre será igual a esa imagen. Leo un rato más en la cama con un whisky. A pesar de todo no fue un día tan virulento como esperaba.

11/05/2018 – Viernes

Otra vez salí de casa antes del amanecer. Tras una mañana de espera, fotos a la montaña (la habitación al amanecer mostraba un hermoso panorama), café, escaleras, indicaciones, semidioses galenos y engorrosos trámites burocráticos (estampé unas 25 firmas en distintos papeles de distintas reparticiones administrativas y clínicas del Hospital Italiano), sacamos a mi madre del hospital, volvemos a casa y ponemos punto final a otro capítulo de mi interminable aventura por los hospitales argentinos. Por la tarde estuve un rato con mi hijo y después caminé mucho buscando un material descartable necesario para el post-operatorio, recorrí todo el centro, ida y vuelta varias veces entre Belgrano y Salta, entre Morón y Garibaldi. Sumada esa caminata al tránsito incesante por las escaleras del hospital en las últimas 48 horas, mis piernas quedan como después de jugar 15 partidos de fútbol seguidos. Pasé por Leviatán brevemente a saludar al Tupac y me encontré también con Arabena que me convidó un taco con unas tortillas excelentes hechas por él. Volví a casa, hablé con gente por teléfono, primos, amigos…, gente que llamaban para ver cómo está mi madre. Día atípico. Caminé mucho. Leí poco. Subió el dólar. Estrené un pantalón nuevo.
Al parecer mi madre está bastante bien, lo cual es en parte un alivio. El problema es que cuando dejo de preocuparme por lo externo (mi madre, mi hijo, algún problema concreto…), vuelvo la mirada hacia mi propia existencia y me angustio. Soy alguien que puede solucionar los problemas más delicados de los otros, pero se paraliza ante las dificultades personales más insignificantes. Estoy un poco cansado de eso, un poco cansado de mí.

12/05/2018 – Sábado

Otro día en la canaleta de la humanidad, fuera de carrera. Con mi madre otra vez acá, de a poco vuelve lo que podríamos llamar “la normalidad” a la casa. Salgo temprano a buscar los descartables que no logré conseguir ayer, es gracioso, pasé una tarde entera recorriendo a pie el centro de Mendoza buscando un elemento específico y el único lugar en donde se consigue es acá a tres cuadras de casa. De manera que tengo tiempo de ir y volver a mirar el partido entre Huracán y Boca. Hacia el mediodía, después de darle una hojeada a los diarios, retomo las lecturas en inglés y las tímidas tentativas de traducir algunos poemas célebres en esa lengua, sin éxito por supuesto. Moderé un poco mis expectativas y, en lugar de seguir con La Tierra Baldía de Eliot, agarré Runaway Train de David Pirner, la canción emblemática de Soul Asylum, que tiene algunos giros poéticos bastante singulares.
Después de almorzar saqué el auto a la calle para salir por ahí a ver si encontraba a alguien con quien charlar un rato y despejarme de esta semana difícil, pero no conseguí contactarme con ninguno de mis amigos y terminé por quedarme en casa solo leyendo, sin contacto con humanos salvo una breve visita de mi tío que pasó a saludar antes de irse a San Luis. A la tarde salí un rato a caminar para despejarme, vagué por las calles del barrio sin rumbo fijo, compré cigarrillos, pan, vino y pollo para la cena. Volví despacio por Gualberto Godoy, por un segundo vi la dorada luz del sol vespertino deslizarse mansamente por encima de las calles precarias de Dorrego, dotándolas de una belleza misteriosa; unos perros cimarrones me miraban desde detrás de una reja marrón de la que asomaban también unos malvones, no había nadie en la cuadra y me acordé de una postal de la infancia en la que yo caminaba por la tarde de la mano de mi abuelo por un lugar similar, solitario, misterioso, encantador, perfumado de jazmín. Fue un segundo, menos de un segundo, pero me alegró la tarde, me sacó del pozo en el que vengo hundiéndome desde hace meses (tal vez años), ese recuerdo recobrado me devolvió la esperanza y me salvó de la soledad.
De vuelta en casa estuve un rato leyendo el libro de Noah Cicero (que cada vez me gusta menos), terminé el segundo relato, no es mucho mejor que el primero. La imagen que podría resumir la literatura de Cicero (y de sus colegas de la Alt-Lit) es la de un adolescente rebelde y enojado con el mundo, despatarrado en un banco al fondo del aula, mirando con rencor y aburrimiento el pizarrón, tratando de llamar la atención de todos con su extravagancia nihilista y su cinismo sobreactuado, sin darse cuenta de que eso no funciona. También estuve leyendo y subrayando hasta la noche los diarios de Kerouac (que cada vez me gustan más), con los que avanzo despacio porque releo mucho, tomo notas, subrayo, pero no me preocupa esa lentitud porque es de esos libros que no quiero que se me termine, lo voy a seguir leyendo así, lentamente.
Como dije antes, los motivos que me llevaron a escribir estos registros han dejado de existir, la única razón por la que sigo es porque quiero llegar al final (a la semana 53). De a poco voy a volver a la vieja costumbre de los cuadernos, por lo que probablemente estas entradas se vuelvan cada vez más lacónicas, triviales y crípticas, hay cosas que aquí no puedo anotar porque el desafío (arbitrario y gratuito, ya sé) incluye publicar semanalmente en internet estos registros. Hace años que doy vueltas alrededor del núcleo de mis verdaderas intenciones y deseos sin animarme a entrar de lleno en “la cuestión”, tal vez sea hora de abandonar los preámbulos y los preparativos para cruzar, de una vez por todas, la frontera. Alguna vez me dijeron: tu libertad está en el centro de tu infierno, alla voy, no tengo mucho que perder, ya no.

13/05/2018 – Domingo

Domingo bastante típico: me desperté cerca del mediodía, pasé a buscar a mi hijo, almorzamos juntos y nos fuimos la plaza. Mientras el niño jugaba con otros niños y daba vueltas en bicicleta, terminé el libro de Noah Cicero, el tercer relato del libro es puro diálogo entre dos post-adolescentes después de tener sexo, el cuarto es el monólogo interior de un joven recién egresado de la universidad que va en tren desde Ohio a Chicago en el comienzo de un viaje por Estados Unidos. Ambos en el mismo tono de los otros, con el mismo estilo lacónico y trivial, además con más o menos los mismos temas. Se podría decir que, al menos en este libro, su autor utiliza diferentes puestas en escena para hablar de lo mismo: la guerra, la soledad, el aburrimiento, la relación de los personajes con sus padres, el total desinterés de los jóvenes por el futuro, el sexo, las drogas, el alcohol y la disconformidad con el sistema capitalista. Siempre hay universitarios blancos de clase media, siempre hay relaciones familiares conflictivas, siempre hay desconcierto. Los cuatro relatos dejan claro que estos son los temas del autor, y me parece bien, de hecho logra ponerlos de relieve categóricamente, pero personalmente no me gusta como escribe Cicero, prefiero los textos más contundentes, con más densidad literaria. Después, para sacarme el gusto a poco, leí y releí ese poema extraordinario de Zelarayán: La Gran Salina, poema absoluto, urbano y rural, moderno y clásico, de lenguaje y de imágenes. Satisfecho, guardé los libros y me quedé sentado en un banco de la plaza, tomando una cerveza y fumando, mirando y escuchando a un grupo de niños de entre 9 y 12 años que jugaban un picado mientras charlaban, envidiándolos un poco, más por sus presentes que por sus futuros.
Volvimos bastante después de las seis, en segunda por Pedro Vargas, despacio, paseando, mirando la calma imperturbable del atardecer y el desamparo salvaje de las calles de Dorrego, es la hora en que la realidad se vuelve difícil de comprender, el momento de la semana en que las certezas tambalean.
El otro día Grasso me pasó el link para ver una adaptación cinematográfica de The Handmaid’s Tale (El Cuento de la Criada), la novela de Margaret Atwood de 1985 que ahora se ha puesto de moda gracias a la serie basada en el libro. La película, a diferencia de la serie, no responde a un clima de época ni a una moda ideológica, es de 1990 y fue dirigida por Volker Schlöndorff. Empecé a mirarla pero se cortaba mucho, asique la descargué, pero antes de verla voy a leer bien la novela, en epub porque en papel no la tengo y no tengo dinero para comprar el libro. Por la noche, después de bañar y acostar a mi hijo, me relajo con un whisky alternando los diarios de Kerouac con resúmenes deportivos internacionales. Nada más.

 

 

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s