Lecturas: Viaje al Fin de la Noche

Viaje al fin de la noche es, quizás, la mejor novela francesa de todo el siglo XX y, seguramente, está entre las 10 mejores del mundo de todos los tiempos. Claro que, me hago cargo, este es solamente mi punto de vista, es algo subjetivo, “cuestión de gustos”, pero muchos coinciden en su originalidad, su carácter rupturista con las prácticas literarias de esa época (1932) y su vigencia actual. Es la octava o novena vez que leo este libro y, como cada vez que lo termino, sé que no será la última lectura, es un libro que me acompañará durante el resto del viaje.

El texto sigue al narrador y protagonista, Ferdinand Bardamu (alter ego de Céline) en un viaje por distintos rincones del mundo, pero sobre todo es un viaje a las profundidades más oscuras de la naturaleza humana. Al principio Bardamu, un joven estudiante de medicina, está con un amigo en la Place de Clichy, en pleno centro de París y, al ver pasar un pelotón que se prepara para ir a la primera guerra mundial, decide enrolarse en el ejército francés. Ahí empieza el viaje, un viaje a las entrañas del infierno. Primero la guerra y sus atrocidades narradas con crudeza absoluta, sin eufemismos ni misericordiosas elipsis. Después los hospitales militares, llenos de soldados mutilados y locos, a los que Bardamu después de ser herido, debe asistir. Luego las colonias francesas en África con sus nubes de insectos, su agua infectada y su calor insoportable. De ahí Ferdinand parte a Nueva York desde donde, tras deambular de un lado a otro por los bajos fondos repletos de marginales y ladrones, continúa su viaje hacia Detroit para vivir en carne propia las miserias de los obreros de las cadenas de montaje de la Ford. En esta primera mitad encontramos ecos de muchos otros grandes de la literatura universal. La participación de Bardamu en la guerra remite un poco a Tempestades de Acero (1920) y otras de las obras tempranas de Ernst Jünger, el viaje a África del protagonista tiene mucho de El Corazón de las Tinieblas (1902), de Conrad, y en el periplo por Estados Unidos es imposible no evocar la inconclusa América (1927) de Kafka. No sé si se trata de referencias conscientes y voluntarias o de coincidencias casuales, pero no sería extraño que Céline hubiese leído esas prodigiosas novelas, ya que todas fueron publicadas antes de 1932, año de primera edición de Viaje al Fin de la Noche.

En la segunda mitad de la novela el protagonista regresa a Francia, se gradúa de médico y se va estableciendo en distintos lugares de París para ejercer sin demasiado éxito la profesión. De esa manera va conociendo personajes pobres, enfermos y decadentes que, como él, apenas logran mantenerse vivos. Desde la guerra en adelante hay un personaje que aparece una y otra vez en el derrotero de Bardamu: Robinson, un hombre sórdido, codicioso e indecente que podría servir como contraste, pero que sin embargo termina complementándose siempre con el protagonista. Robinson es una excusa, es un punto de apoyo tranquilizador, es un sujeto que le muestra a Bardamu que existen seres más repugnantes todavía de lo que él mismo se considera, como El Rengo para Silvio Astier en la novela de Arlt. Pero también funciona como símbolo de la inmoralidad y la decadencia humana que aparecen una y otra vez en el horizonte de esa noche hacia la que se dirige la civilización de la primera mitad del siglo XX.

Ese errar por el mundo de un lado a otro parece no ser más que el reflejo de una tortura interior que Bardamu jamás supera y lo lleva a escapar siempre de todos lados, a traicionar, a desertar, a abandonar cualquier lugar o persona que le permita siquiera soñar con un poco de paz. De lo que intenta escapar realmente este singular anti-héroe es de sí mismo, de su condición de hombre, del asco que le provoca pertenecer a una especie tan inmunda y miserable. Porque la humanidad, para Céline, es eso, un error de la naturaleza, una raza de parásitos repugnantes, egoístas y codiciosos. Todos sus personajes revelan eso, sin distinción entre ricos, pobres, poderosos, humildes, negros o blancos, todos tienen en mayor o menor medida un grado alto de cobardía, egoísmo y pusilanimidad, y cuando no lo expresan directamente mediante sus palabras o acciones, de todos modos son sospechosos. Nadie se salva, ni las mujeres, ni los hombres. ¿El heroísmo? Una fachada que disimula la codicia. ¿El altruismo? Un disfraz para esconder el odio. ¿El amor? Un estado de alteración mental. En el universo de Céline se ponen en duda todos y cada uno de los valores morales aceptados como deseables por la humanidad desde el principio de la civilización moderna. Nadie se salva, todos son sospechosos por el sólo hecho de ser humanos. Y aquí está la primera ruptura con cierta literatura del siglo XX, el héroe de Céline es un anti-héroe, un miserable, un cobarde, un traidor, en Céline no hay lugar para las abnegadas víctimas de Dickens, ni para los homéricos mosqueteros de Dumas, no, en Céline el personaje es tan humano como el resto. O peor.

Por estas cuestiones se acusó a Céline de autor violento y cruel, por haber dicho verdades sobre la naturaleza humana que nadie dijo antes con tanta sinceridad y con un lenguaje tan directo. Pero Céline estaba advirtiendo sobre el camino infernal que estaba tomando el hombre del siglo XX, tal vez exagerando un poco lo grotesco y absurdo de su condición, pero sin duda había visto algo que la mayoría de sus contemporáneos no vislumbró, y para alertar sobre eso debía ser violento, levantar la voz. No se equivocó, todo el siglo XX, o al menos todo el periodo que va del 30’ al 80’ así lo demuestra. A lo mejor por eso sus novelas siguen conservando su vigencia y el poder de escandalizar a los practicantes de la corrección política.

Otro de los aspectos que en ese momento fue revolucionario fue el uso de un lenguaje llano, popular, coloquial, casi oral. Tal vez no haya manera de referirse a ese costado miserable de la condición humana si no es con ese lenguaje directo, quizás el lenguaje literario utilizado hasta ese momento no podía dar cuenta de las inmundicias, las miserias y las negruras del espíritu humano. Por eso es un libro fácil de leer, con una escritura que hace desfilar las atroces y grotescas escenas, que van describiendo el absurdo de la existencia, a un ritmo infernal. Sin embargo, hay tiempo para la reflexión, hay párrafos enteros dedicados a sacar conclusiones sobre diferentes aspectos de la vida, conceptos brutales que sirven para reforzar lo que las escenas muestran. También hay humor, hay partes que inevitablemente invitan a la carcajada, una carcajada a veces amarga, de resignación al reconocer el estúpido teatro que uno ayuda a representar. Hay que tener cuidado con esa velocidad de lectura, es engañosa, es un libro que es mejor leer lentamente para no correr el riesgo de perder dimensión de lo sombrío.

Coloquial, disruptiva desde lo formal y desde el contenido, nihilista, misántropa, escéptica, cínica, grotesca, sí, pero también divertida y muy lúcida, Viaje al fin de la noche es una novela ineludible. Han pasado ochenta y cinco años desde su publicación y sigue conservando vigencia, singularidad y capacidad de perturbar al lector, aun cuando se trate de un lector prevenido. Eso la convierte en un clásico.

Novela total, urbana, de guerra, filosófica, de aventuras, de humor, de viajes. De viaje real, claro, pero tal vez el viaje verdaderamente interesante es a las profundidades de alma humana, a las cloacas de la existencia, allí está la noche, allí está el fin de la noche, que representa la oscuridad cada vez más profunda que Céline nos invita a visitar. Por eso es un libro para valientes, quien no tenga el coraje para mirarse desnudo al espejo es mejor que pase de largo por esta vida sin leer a Céline.

Mendoza, Julio de 2018

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